martes, 11 de agosto de 2009

Benvenido ! ... qué Adiós ? (2D)

Como comenté anteriormente, “Adiós Sui Generis” llegó a mis manos por casualidad. Esas casualidades típicas del colegio, donde interactuábamos un montón de pibes con gustos, actividades e intereses similares.


El asunto es que ese día no fue igual al resto. Llegué a casa con mi carpeta colegial cumpliendo funciones de contenedor de aquel disco Long Play, de vinilo, con su tapa ya gastada de tanto andar de mano en mano; donde se alcanzaba a ver a los músicos en vivo con raros atuendos.
Como en esos años hacía mi Primer Año en la secundaria en el turno tarde, apenas llegué y saludé a mis viejos, me fui derecho a mi pieza donde ya había conseguido instalar el tocadiscos. Saqué el LP, le pasé un algodón con unas gotas de alcohol para limpiarlo y mejorar en lo posible la reproducción; y me dediqué a escuchar la música de ese grupo que, si bien nuevo para mí, ya no existía, era parte de la historia.
El mensaje era de adolescentes para adolescentes, pero con una altura poética, musical y emocional a la cual no estaba acostumbrado. Y como era de esperar fui sacudido por un shock que abrió mi cabeza para siempre a la música.
Durante ese día y algunos más (hasta que llegó la hora de devolver el disco), los temas de Sui Generis sonaron una y mil veces en mi casa. Aprendí las letras, las canté hasta enronquecer y sentí la alegría y la pasión que trasmite el rock.
Fácil es de suponer que en algún momento mi viejo, cansado de escuchar la repetición interminable de los mismos temas, hizo alguna observación peyorativa sobre lo que escuchaba.

- Dentro de un año, nadie se va a acordar de eso.

El comentario tendía a minimizar el valor de la música que yo escuchaba, comparado al de las grandes obras clásicas a las cuales él no escuchaba, pero que le servían de referencia comparativa.

- No es música clásica, pero van a ser clásicos, acordate.

Mi respuesta no tenía demasiado valor, aunque el tiempo confirmara mi presunción. Solo era una maniobra para respaldar mi elección.
Mil veces volví a cantar esas canciones. Viajes, fogones, juntadas y guitarreadas eran escenario ineludible para ellas. “Cantá una que sepamos todos !” una aclamación clásica que preanunciaba los acordes de “Canción para mi muerte”, “Aprendizaje”, “Confesiones de invierno” o “Cuando ya me empiece a quedar solo”.
Varios años después, tuve la alegría de ver a mi hija y sus primas ya adolescentes, cantar las mismas canciones y pedir las mismas tablaturas para tocarlas en la guitarra. Y cada vez que eso pasó aproveché la oportunidad para hacerle ver a mi viejo que él estaba en un error. Las mismas canciones empezaban a transitar el camino de los clásicos: la transmisión generacional.
Sui Generis fue la apertura de una senda hacia el Rock Nacional que marcó mi preferencia musical hasta hoy.
Después comenzaron a llegar algunos discos de Almendra, de Charly García y la Máquina de Hacer Pájaros, de Invisible, de Aquelarre, etc. que empezaron a delinear con mayor exactitud a que me refiero cuando hablo de Rock Nacional.
Y cada uno de ellos tiene alguna anécdota para compartir.

sábado, 8 de agosto de 2009

No hay lerdo p´al fuego (1D)

Seguro que las Buenas Prácticas sobre seguridad deben decir otra cosa. Seguro que lo último que debe aconsejar es salir corriendo, pero puedo asegurar que fue la estrategia común para todos. Y salimos corriendo, nomás.
El tema es que aunque nosotros no estuviéramos ahí, que no lo viéramos y que pusiéramos la cara más angelical ante nuestros padres, las llamas seguían consumiendo la enramada y seguían creciendo raudamente.
Cuando mi mamá me vio entrar tan rápido y sentarme junto a ellos a mirar televisión sin pasos previos, sospechó que algo pasaba. No era la forma común en que se producía mi regreso a casa.

- Pasó algo ? me preguntó adivinando en mi actitud la ocurrencia de algún tema importante.
- No. La poca imaginación de mi respuesta no hacía más que confirmar las sospechas.
- De donde venís ? profundizaba la averiguación materna.
- De jugar con los chicos. Nada definía la situación.

Mientras, las llamas seguían creciendo allá afuera. Tanto que comenzaron a verse sobre los techos de las casa vecinas.
Yo fui el primero en verlas y no sabía como hacer para que la cosa pasara desapercibida.
En un momento se escucharon algunas voces alteradas en la calle y los fulgores de la fogata empezaron a relumbrar en las cortinas de la cocina de casa.

- Mirá mami ! fue la expresión de sorpresa de mi papá señalando hacia la hoguera.
- Uy ! dije yo tratando de demostrar una sorpresa que era imposible de dramatizar.

El tema es que salieron a ver de qué se trataba y se encontraron con algunos vecinos que ya habían empezado a correr para tratar de apagar el fuego.
Como la pasada al baldío estaba liberada por los trabajos de nivelación del terreno colindante a mi casa, todos pasaban por ahí.
Mi casa tenía una canilla en el pasillo abierto que comunicaba la calle con el patio, pegada a la puerta de calle. Eso hacía que se convirtiera rápidamente en la fuente de agua más cercana para empezar a tirar sobre el fuego.
El operativo fue rápido y exitoso. Las ramas hicieron mucha llama, pero tenían un soporte muy tenue, lo que hizo que duraran poco. Así, con algunos baldazos de agua, se pudo controlar todo velozmente.
Y todo iba bien porque la necesidad de apagar urgente el fuego había corrido a segundo plano la averiguación de cual había sido el origen de aquel pequeño incendio.
Pero como era lógico, una vez apagadas las llamas, las preguntas empezaron a apuntar hacia el principio del fuego y las miradas de inmediato se posaron sobre nosotros.
Después de un par de acusaciones cruzadas y de tratar de responsabilizar a los más grandes, los padres en un movimiento común casi mecánico, nos culparon a todos y cada uno, a su manera, comenzó con la reprimenda.
Yo no sufrí castigo físico, pero recuerdo haber estado un tiempo que se me representa interminable sin poder salir a la calle a jugar. Calle que tampoco representaba una atracción demasiado fuerte, ya que todos estábamos en la misma situación.
Después de pasada la penitencia, volvimos a juntarnos, a retomar nuestros juegos y a reírnos tardes enteras recordando todo el movimiento vecinal de ese día.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Más baldío por acá ...! (1D)

Pero no solo de futbol se hacen los baldíos. Como dije antes, eran varias las actividades que podíamos desarrollar allí, en un espacio donde pocas cosas no eran permitidas. Incluso las prohibidas.
Justo detrás de la medianera de mi casa, que colindaba con el baldío, había una higuera de importantes dimensiones. Descuidada, casi salvaje, tenía una frondosidad vegetativa envidiable. Además su producción de higos y brevas era una de nuestras riquezas.
Debajo de esa higuera, teníamos un escondite dentro de otro. Y ese lugar fue, por ejemplo, el rincón donde probamos el primer cigarrillo varios de nosotros. Así en ronda, una pitada cada uno, tosiendo y riendo.
También en el baldío jugábamos a “Combate” o personificábamos algunas de las series televisivas del momento. Así mismo, se constituía durante las épocas navideñas en lugar de lanzamiento de la peor pirotecnia a la que podíamos acceder con poca plata y pocos años. Pero juro que vi volar tarros cilíndricos de leche en polvo a alturas impresionantes y los vi volver con sus costuras y fondo desfigurados por la potencia de la explosión.
Justamente haciendo “guerritas” de distinto tipo, fue que sucedió uno de los hechos más jodidos, producto de nuestras travesuras.
Mi papá había hecho una “poda violenta” a un olivo que había dentro de mi casa y como era lógico, las ramas fueron a parar al baldío. Así se juntaron una buena cantidad de ramas, frondosas de hojas de dos tipos de verdes y brillantes gracias a su carga resinosa.
El material se presentaba ideal para el armado de un “fuerte” y la cuestión bélica pasó a enfrentar a indios contra vaqueros.
Comenzó la construcción y ayudados por algunos palos que habían sido en alguna oportunidad arcos de futbol, hicimos un intento de estructura simple y fuimos forrando las paredes con las ramas de olivo. Puedo asegurar que quedó una construcción excelente.
Así comenzaron los juegos, el reparto de bandos, la procura de las “armas”, muchas de las cuales tuvimos que fabricar para la ocasión. No esperábamos contar con todos los elementos para jugar. Muchos debíamos fabricarlos, inventarlos o adaptarlos. Era parte del juego y de la diversión.
Los “indios” hicieron sus arcos y sus flechas bastante eficientes y la cosa empezó a ponerse linda, aunque siempre encerrara un grado de riesgo que no era el ideal para niños.
La cosa marchó bien hasta que a uno de los “indios” le pintó la cuestión más violenta y se le ocurrió prender fuego una de las flechas. Confieso que era emocionante la cosa y que el realismo iba ganando al juego y lo convertía en apasionante.

Como es de suponer nadie advirtió sobre lo inflamable que son las hojas de olivo.
En eso, las ramas de las paredes del fuerte, cuyas dimensiones eran generosas, comenzaron a arder. Y antes que pudiéramos arriesgar alguna acción de contención, las llamas se propagaron más de lo que esperábamos y nos empezó a invadir el miedo.
Nadie estaba en peligro y el “fuerte” estaba alejado de otras construcciones, pero las llamas comenzaron a elevarse y nuestra reacción no se hizo esperar: SALÍMOS TODOS CORRIENDO A CASA !
Hay que ver como terminó la cosa …

viernes, 31 de julio de 2009

Baldío y zanjón, un solo corazón (1D)

Baldío y zanjón son dos “accidentes geográficos” urbanos que despiertan más rechazo que simpatía.
Los terrenos baldíos, esos donde nadie ha decidido construir aún, son lugares inofensivos por naturaleza propia. Es el mal uso de la gente lo que les confiere su mala fama. Depósito de basura, lugar de resguardo de delincuentes, etc., han desdibujado su pasividad convirtiéndolos en lugares desagradables con los cuales convivir.
Los zanjones, son protagonistas de nuestro ancestral sistema de riego, parte fundamental de la vida vegetal y animal de esta desértica región del país. Pero también es un resumidero de mugre urbana, paso de aguas dudosas y foco de infección.

Nací y me crié con un baldío al fondo de mi casa y un zanjón a escasos 50 metros. Es por eso que para mí representan otra cosa. Eran lugares inusuales donde se podían desplegar juegos, actividades creativas y esconderse de la mirada vigilante de los mayores.
El baldío que se encontraba en la vereda oeste de la calle 9 de julio, a escasos 20 metros de Avenida Mosconi, era recurrentemente refugio de nuestras andanzas. Y me expreso en primera persona del plural, porque durante todas esas tropelías estaba escoltado por el grupete de niños del barrio con el cual compartía mis horas de juego, ocio y amistad.
Las actividades que desarrollábamos allí eran diversas, porque la configuración del entorno también cambiaba. En algunos momentos era un espeso matorral de yuyos, en otro un gredal liviano y etéreo, en otros depósito de escombros furtivos, en otros lugar de guarda de desguaces municipales.
Pero para nosotros siempre era un buen lugar para jugar.
En muchas ocasiones tuvimos que trabajar arduamente para conseguir que se transformara en una digna canchita de futbol. Había que despejar y quemar yuyos, emparejar el piso, colocar palos como arcos, marcar líneas y encalarlas. Es más, en una oportunidad estuvimos varios días haciendo un pozo porque teníamos el sueño de que el equipo “apareciera desde el túnel”.
Muchas tardes trajinamos esa cancha jugando a la pelota, ya fuera entre nosotros o invitando a otros equipos del vecindario. También alguna vez salimos y vimos salir corriendo a algunos “jugadores” que habían participado de alguna riña deportiva.
Como es de suponer, en ese predio no había ni la más mínima mancha verde. Nunca había crecido un poco de pasto y nuestro uso impedía que la naturaleza actuara aún de forma errónea en ese sentido.
El piso era de tierra pura, pero empeorado por una acumulación arcillosa que formaba un polvillo permanente de muy fácil elevación. Producto de los desagües pluviales de las casas adyacentes, la greda que cubría el piso formaba densas polvaredas en cuanto comenzábamos a correr. Pero eso no era lo peor.
El intenso juego físico que desplegábamos nos hacía transpirar bastante y es fácil imaginarse la combinación que hacía nuestra ropa húmeda, el polvo arcilloso flotando y algún que otro revolcón propio del juego. Nuestras madres aún lo recuerdan con fastidio.
Hubo una época que el eterno arquero de nuestro equipo, RR, quiso despegarse del karma que lo unía a los tres palos. RR era arquero no por ser el peor o por ser el “gordito”. No. En este caso era el arquero porque era muy bueno atajando. Así de simple.
Entonces yo intenté tomar la posta y me arriesgué a someterme al paredón que significa ser arquero. No solo mi intento fue un fracaso, sino que además dejé mucha de mi ropa en condiciones lastimosas, lo que me valió más de un reto materno.
Pero les aseguro que era divertido.

martes, 28 de julio de 2009

Con la música a otra parte (2D)

Alguna vez conté como el rock fue abriendo los surcos en mí alma, donde luego se depositaría la semilla del amor a la música en general.
Después de escuchar furtivamente las “cosas raras” que tenía mi hermano en su discoteca, comencé a sentir la necesidad de tener “mis cosas raras”. Y así comenzó la presión hacia mis padres que eran por entonces la única fuente económica a la cual podía recurrir.
Los discos no abundaban en casa, por lo que hacer algunas incorporaciones no parecía una cosa descabellada. Fue entonces que sucumbí ante la tentación proveniente de la publicidad masiva.
Allá por 1976 salió a la venta un Long Play de vinilo doble de “Flecha Juventud”. Creo que había un programa de radio que auspiciaba esa marca de zapatillas como elemento promocional y que conducía Badía (pero era en una radio de Buenos Aires). También de esa época son los “Música en Libertad”, “Alta Tensión”, “Sótano Beat” y el místico “Modart en la noche”.
La publicidad me tentó y a partir de allí fui haciendo presión hasta conseguir que me compraran el disco como premio a “la libreta” del 7mo. grado que había salido bastante bien.
Ese fue mi primer disco. Propio, elegido por mí y a mi total disposición.
Ese disco traía algunos temas interesantes entre una maraña de música que si bien no eran de mi total agrado, tampoco podía decir que eran descartables. Pero había un grupo de canciones en la primera parte del Disco 1 que me cautivaron y que fueron un indicador de lo que sería el perfil de mi gusto musical durante muchos años.


El disco empezaba con “Deja que conozca el mundo de hoy” de Litto Nebbia que enganchaba con “La princesa dorada” de Ramses VII (Tanguito). A esas dos hermosas canciones le seguía “Plegaria para un niño dormido” de Almendra, una balada que siempre me llenó de emoción. La cosa se ponía un poco más densa con “Exento de dios” de Crucis y “Mi Gabriel” de Ricardo Soulé. Y esa pequeña suite, que era mi preferida, se cerraba con “Le daré su mano a dios” de Alma y Vida.
Después seguían una serie de canciones en inglés y allí empecé a notar que prefería escuchar música que además “me dijera algo”. No creo que a los 12 años pudiera discernir en profundidad lo bueno de lo malo, pero si empezaba a notar lo que me gustaba de lo que no.
Pero sin duda el paso trascendente hacia el rock lo di al año siguiente, en 1977 cuando estaba cursando el primer año de la secundaria en el Liceo Agrícola. Era una situación típica y muy común de ver a distintos adolescentes intercambiando discos. Era muy raro que tanto en la hora de entrada como en la de salida no se vieran chicos con discos entre sus carpetas y libros. Y el tamaño hacía que se vieran.
Un día, una compañera le estaba devolviendo un disco a otra y yo como buen curioso, me metí en la conversación preguntando de qué disco se trataba. Era el disco 1 de “Adiós Sui Generis”.
Era el Génesis de una historia de amor (por la música).

sábado, 18 de julio de 2009

Al final, viajé (2D)

Como comentaba antes, la desesperación por el diagnóstico no me dejó escuchar que también pidió el médico que se me hiciera una radiografía. No eran comunes ni las tomografías, ni las ecografías ni mucho menos las resonancias magnéticas. Creo que esa tecnología no estaba al alcance del común de la gente como ahora.
Fue una noche perra la que pasé, descartando que el viaje había terminado para mí.
Al otro día, el dolor no había cedido mucho y no podía enderezar la pierna. Mi mamá me llevó al centro de radiología y rengueando fui para que me hicieran la placa.
Una vez que pudimos llevar todo el material a un médico traumatólogo, el diagnóstico cambió bastante y la cosa pasó a ser una distención de ligamentos cruzados externos. No era una lesión menor, pero la recuperación sería más rápida y descartó de plano la cirugía.
Otros aires empezaron a correr y la esperanza comenzaba a renacer.
La cosa es que en cuanto pude comenzar a caminar bastante normalmente, empecé a hacer rehabilitación. Recuerdo que el Instituto donde me hacían las sesiones era por calle Rivadavia, frente a la Plaza Independencia.
Tenía que hacer 15 sesiones de fisioterapia y masajes y fui a cada una de ellas sin faltar y sin llegar tarde un minuto. Nada importaba más que la recuperación de la lesión, ya que ese era el pasaporte al viaje.
No quiero dejar pasar en este recuerdo, la actitud de mi entrenador y de mi viejo, ya que cada uno desde su lugar, hicieron un esfuerzo para que yo viajara.
En los días que yo trataba de mejorar mi condición física, se realizó en el Club la primera de las reuniones de padres para organizar el viaje. La logística de este tipo de cosas no es una tarea sencilla. En esa reunión, me contó después mi papá, mi entrenador había expuesto mi situación ante todo el grupo y dejó en claro que él consideraba que a pesar de que mi lesión me impidiera jugar, yo era una parte importante del grupo por lo que debía viajar. Todos los padres estuvieron de acuerdo.
Esa actitud de mi entorno me llenó de emoción y me sentí con una satisfacción enorme de saber cómo me consideraban.
Por otro lado, mis viejos sabían que el tema requeriría un esfuerzo económico importante, pero desde un primer momento decidieron que yo viajaría con el grupo. Ese esfuerzo siempre lo reconocí y valoré.
Mientras tanto, yo seguía mis sesiones. Pero ya en la cuarta o quinta, sentía que mi rodilla volvía a la normalidad y con un alto grado de irresponsabilidad, comencé a asistir a los entrenamientos del equipo. El entrenador no estaba muy de acuerdo y me advirtió que si sufría una recaída, sería imposible que jugara en San Jorge.
Las ganas de jugar eran tantas, que decidí asumir el riesgo y empezar a trabajar.
La rodilla fue respondiendo bien de a poco, ya que hasta que terminé todo el tratamiento fisioterapéutico, hice un entrenamiento diferenciado, con un aumento gradual de la carga de trabajo y comenzando a hacer básquet solo en la etapa final de la preparación.
Mis compañeros me alentaron todo el tiempo, me cuidaron y siempre consideraron que mi lugar en el equipo sería respetado.
Todos en mayor o menor medida hicieron posible que el día que teníamos que partir yo estaba recuperado casi totalmente y ya jugando nuevamente.
Es una lástima que uno deba llegar a esos momentos tristes para poder apreciar cuanto hay en su entorno y como éste lo contiene.
Yo pude disfrutarlo y siempre lo agradecí.

martes, 14 de julio de 2009

A solo un menisco del viaje (2D)

Hoy mi mujer está en Paraná participando de un evento deportivo. Y un viaje de esas características es una experiencia inolvidable, sobre todo para aquellos que no tuvimos una vida deportiva muy larga ni exitosa. Además, en la década
del ´70 esa no era una práctica muy común.
Jugando al básquet para el club General San Martín fui ganando amigos, algunas virtudes para los deportes de equipo y un entorno sano para mi crecimiento.
Corría 1977 y estaba jugando en la categoría Cadetes Menores (categoría que ya no existe) cuando después de un partido que no recuerdo con exactitud cual fue, nuestro entrenador (EC), nos dio la noticia: había llegado una invitación de un Club de Santa Fe para hacer un intercambio deportivo.
La algarabía fue general, no lo podíamos creer y todos empezamos a saltar de alegría. Nunca pensamos que existía esa posibilidad y el solo hecho de imaginarlo, ya nos ponía como locos.
Así comenzaron las definiciones, las noticias más precisas: se trataba del Club Atlético San Jorge, que estaba en una ciudad chiquita del centro-este de la Provincia de Santa Fe y que tenían una infraestructura grande y muy ordenada. También nos enteramos que estaban haciendo un muy buen campeonato ese año y que de ir, lo haríamos tres categorías: Minibasquet, Cadetes Menores y Cadetas (mujeres).
En cada entrenamiento, en cada partido y en cada reunión extradeportiva, el tema excluyente era el viaje.
En ese contexto alegre, un nubarrón intentó aguarme la fiesta. Estábamos jugando un sábado en la tarde en la cancha del Club contra Godoy Cruz, cuando salí corriendo en contragolpe después de una buena defensa por parte de mi equipo. Apenas hice los primeros pasos, sentí una puntada rara en la rodilla derecha.
Si bien no le hice mucho caso y seguí jugando, el dolor comenzaba a ser más y más fuerte. Así llegamos a los últimos minutos del partido y cómo íbamos ganando, el DT decidió sacarme y mandarme a descansar.
Ahí empezó lo peor. Al empezar a enfriarse la pierna, el dolor se fue acrecentando y la rodilla a inmovilizárseme.
Es fácil entender que a medida que la rodilla se endurecía, mi desesperación iba en aumento proporcionalmente. No podía creer que eso me estuviera pasando a mí, justo antes del viaje a San Jorge.
Pude llegar a casa y me tuve que meter en cama porque la rodilla me dolía en cualquier posición que la pusiera. Y en la cama la situación no era mucho mejor.
La preocupación de mis viejos se tradujo en la llamada urgente al servicio médico que nos correspondía por nuestra Obra Social, para que mandara un médico a diagnosticar lo que pasaba en mi rodilla.
Pasaron un par de horas hasta que llegara el médico y el dolor y la tristeza me iban invadiendo y desesperando.
El doctor que llegó para revisarme era un tipo grandote, morochón, con pelo rizado entrecano, con cara de muy pocos amigos. Le contamos que era lo que había pasado durante el partido y como me sentía en ese momento.
La revisión fue leve y el diagnóstico definitivo: rotura de meniscos. El tratamiento lógico: OPERACIÓN. Yo rompí inmediatamente en llanto y no escuché que también solicitó una radiografía.
Ya nada importaba, me tenía que despedir del viaje a San Jorge … (continúa).

viernes, 10 de julio de 2009

Iniciación rock casera (1D)

No puedo negar que la música constituyó siempre una expresión muy cercana a mí y que en su entorno viví momentos muy lindos.
Como comenté en la nota anterior, el talento no me nutrió de muchas dotes musicales, pero sí de las mínimas como para poder entrometerme en el tema.
Como tantas otras actividades en las que incursioné, no tenía antecedentes familiares que crearan un medio ideal para que así fuera. Ni mis padres ni familiares cercanos tenían inclinaciones musicales, así que todo se fue dando solo por la casualidad o por esos extraños móviles internos que nos llevan a hacer cosas inusuales.
Los recuerdos familiares/musicales más antiguos pueden resumirse en tres hitos puntuales.
Cuando muy chico, en casa había un viejo (entonces) tocadiscos que solo andaba a 78 rpm y que no tenía sistema de amplificación propio. Por eso había que hacer una serie de extrañas conexiones para poder usar el sistema de la radio (otro viejo aparato) para poder corporizar el sonido. Esto lo hacía muy poco práctico y así las “sesiones de audición” se limitaban a unas pocas en meses.
En conjunto con ese aparato habían en casa unos pocos discos de pasta (nada de vinilo aún) de música clásica, algo de zarzuela y un par de tangos. Nada demasiado interesante.
También había una serie de raros discos simples de colores de música infantil. Ese era el material al cual me dejaban acceder sin restricciones.
Recuerdo a “Mambrú se fue a la guerra”, “El pirata Barba Roja”, y algo de “Tatín” (un personaje devenido de una marioneta manejada por un ventrílocuo, tipo “Chirolita”). Nada que fuera demasiado atractivo, pero era lo único que había.
El segundo hecho musical que se produjo en casa que marcara un hito importante, es cuando mi mamá decidió, contra la oposición de mi viejo, comprar el primer tocadiscos “moderno”. Se trataba de un aparato marca “Rexon”, que tenía tres posibilidades de velocidad: 33, 45 y 78 rpm. Además tenía un pivote central y un brazo que permitía la reproducción “automática” de varios de discos. Ya tenía incorporado el sistema de amplificación, lo cual hacía muy práctico su uso; y además salida para sumar parlantes externos.


El aparato apareció una tarde en casa, sin previo aviso y venía acompañado del disco “Sandro de América”, donde el Gitano desmarañaba las canciones top de la época. No era aleatorio que ese disco viniera en el mismo combo del tocadiscos, porque mi vieja era una admiradora incondicional de Sandro.


El último acontecimiento tuvo que ver con la misma línea de evolución tecnológica y con mi hermano.
Cuando cumplió sus 18 años, mis viejos le compraron un “Centro Musical” donde tenía bandeja giradiscos, radio y (creo) pasacassettes. Por supuesto la calidad del sonido y el volumen al que podía escucharse superaba ampliamente todo lo que había pasado por casa.
Como es de suponer su uso era absolutamente vedado para mí, pero por suerte mi hermano se ausentaba durante mucho tiempo de casa y eso me permitía apoderarme de la magia musical de entonces.
Junto a ese aparato que iba mejorando progresivamente la calidad con la que escuchaba música, empezaron a aparecer cosas realmente extrañas que fueron forjando mis futuros gustos musicales.
Entre los artistas que grababan aquellos discos “raros” que a los 10/11 años empecé a escuchar recuerdo a Lito Nebbia, Jetro Tull, Tom Fogerty, La Creedence Clearwater Revival y alguno más que no recuerdo. Realmente no sé si me gustaban, pero si lo escuchaba mi hermano que era 7 años más grande que yo, por algo sería.


Así el rock comenzó a metérseme en las venas.

martes, 7 de julio de 2009

Cero en talento, 10 en alegría.

El domingo se volvió a vivir una finalización de campeonato de AFA. Esta vez fue Velez Sarfield el que gritó “¡ Campeón !” y a pesar de no compartir el sentimiento futbolero con los muchachos de Liniers, sigue siendo un hecho especial en la vida de “la patria futbolera”.
Para los que alguna vez hicimos un deporte, sabemos todo lo que significa ganar un campeonato. Cualquiera sea, de cualquier categoría, de cualquier disciplina, de cualquier magnitud. Cuando uno compite, quiere ganar. Y cuando uno es el número uno, poco importa el primero de qué.
Nunca tuve la suerte de jugar al futbol en un equipo campeón. Realmente tuve muy pocas oportunidades de jugar en un equipo. O tuve pocas oportunidades de jugar. O pocas oportunidades.
Pero en el barrio, en la escuela y en el club; el futbol era una actividad casi obligatoria para los chicos.
Y en los alrededores de la Plaza Irigoyen (Ciudad, Mendoza) todos teníamos una ilusión: jugar en el equipo del “Junior”.
Nunca supe el verdadero nombre de “el Junior”, pero era un muchacho del barrio que se dedicó a organizar actividades futbolísticas en la zona, que luego se recibió de Profesor de Educación Física y no hace mucho supe de su excelente trabajo en las inferiores del Club Godoy Cruz Antonio Tomba, indudable referente del futbol mendocino en la actualidad.
“El Junior” tenía claros objetivos competitivos. No sumaba a sus equipos pibes porque sí. Solo lo hacía si veía en ese purrete un potencial buen jugador.
Por eso, cuando los ojos de Junior se posaban sobre uno, era un certificado de futuro, una señal positiva para aquel que quería jugar al futbol en serio. De la misma manera, cuando bajaba el dedo, eso te condenaba al fulbito de barrio, a un porvenir de cabotaje.
Yo comentaba con mis viejos hace unos días, que fui dotado por la naturaleza por una amplia cantidad de “talentos básicos”. Esto me permitió (y me permite) poder desarrollar muchas actividades deportivas, artísticas e intelectuales con buen nivel. Pero así como la gama es amplia en extensión, es muy poco profunda. O sea, a la hora de “pasar de nivel” cuando el requerimiento es mayor, empiezo a hacer agua.
En el futbol me pasó lo mismo.
Jugué muchos años, entre los pibes nunca quedaba al final cuando los equipos se armaban a partir de la elección de un par de “buenos”. Fui capitán del equipo de 5to. Grado en las escuela, participé de un sinnúmero de torneos pequeños, armé equipos, usé el futbol como actividad aglutinante en los entornos laborales.
Pero a la hora de jugar con un poco más de nivel, empezaban los problemas.
Y como es de imaginar, “el Junior” nunca me convocó.
Posiblemente me haya dolido en algún momento no poder seguir jugando con mis compañeros y amigos y perder la oportunidad de compartir esos momentos con ellos. Y también debo haber pensado que se trataba de una injusticia, lo cual sería muy natural.
Lo cierto es que eso fue también un “empujoncito” para inclinarme por el basquetbol, donde la situación no difirió mucho, pero donde tuve la oportunidad de vivir los mejores momentos de mi vida juvenil y deportiva.
No hay mal que por bien no venga.

viernes, 3 de julio de 2009

Con mi viejo en trole (1D)

Ayer subí a uno de los trole nuevos (¿nuevos?) que circulan por la Ciudad de Mendoza y me llamó la atención la expresión de una nena de unos 7 años que subió con su mamá.
- ¡ Qué raro este micro, nunca subí a uno así !
Y por supuesto hizo lo que hace cualquier niño: sentarse en el asiento que se respalda sobre la ventanilla. En realidad eso es lo verdaderamente raro que tiene el trole en relación al colectivo.
Recordé que cuando yo era niño los troles de esa época también tenían ese tipo de asiento. Ibas sentado de costado al sentido de marcha, en unos asientos tapizados de verde. Y por supuesto eran los favoritos sin ninguna duda.


Pero en mi caso no era un transporte comúnmente usado para los traslados normales al centro, los que constituían el 90 % de mis desplazamientos en transporte público. Por eso constituía parte de toda una situación que configura un recuerdo muy lindo.
Cuando usábamos el trole, era porque iba a acompañar a mi papá a cobrar. Era una salida poco común y muy entretenida.
Mi viejo trabajaba en el Ferrocarril General Belgrano y durante una época su sueldo se lo pagaban en el “Coche Pagador”. Era un vagón que recorría las líneas ferroviarias, llevando los sueldos del personal a las distintas localidades. En el caso de mi papá, le tocaba cobrar en la Estación del Estado, que todavía está ubicada en la esquina de las calles Godoy Cruz y Mitre de San José, Guaymallén.
Por eso cuando mi viejo me decía: - ¿ Querés ir conmigo mañana a cobrar ?, era toda una fiesta.
Salíamos los dos solos, después que mi mamá arreglaba todos los detalles para que saliera arreglado/limpio/peinado/abrigado/etc., típica preocupación de madre. Nos íbamos hasta el centro y ahí, frente a la plaza San Martín por calle Gutiérrez, tomábamos el trole.
Su andar medio lento, el ruido tan diferente a los motores de explosión de los colectivos y el raro zumbido al andar, transformaban al trole en una máquina rara y muy entretenida para andar.
El viaje, como a todo niño, me parecía larguísimo, era todo “un viaje”.
Cuando llegábamos, nos metíamos en la estación y hacíamos la cola correspondiente, que nunca era demasiado larga. Papá subía a una pequeña plataforma que lo ponía a la altura de la ventanilla desde la cual un señor le pagaba. Y creo que la persona que hacía esa tarea era siempre la misma, porque recuerdo que siempre se entablaba un pequeño pero animado diálogo entre ellos, más allá del saludo formal.
Después de eso, algunas veces nos cruzábamos a la placita que está enfrente de la estación y ahí jugaba un rato en sus juegos infantiles.
Mi viejo controlaba, participaba poco, pero se notaba feliz y contento.
¿ Qué épocas, no ? Nunca lo vi a mi padre paranoico por tener todo su sueldo en el bolsillo y estar sentado en una plaza. Ni lo vi esconder el dinero en lugares poco accesibles de su ropa. Hoy eso sería casi suicida.
El viaje de vuelta era tan lindo como el de ida y muchas veces, “ligaba” algún pequeño obsequio, una golosina o algún juguete.
Y lo mejor es que que hoy andar en trole, todavía me trae esas reminiscencias.


martes, 30 de junio de 2009

Votar,no. Basurear, sí. (2D)

Pasaron las elecciones legislativas y como siempre hay alegres triunfadores y tristes perdedores. Pero creo que el ejercicio democrático nos irá transformando en mejores votantes con el tiempo.
El domingo concurrí a votar en compañía de mi padre, a la misma escuela donde hice toda mi primaria , donde me reencontré con gente que hacía mucho no veía.
Y eso moviliza los sentimientos y los recuerdos.
Pero en esa oportunidad quería compartir el recuerdo de mi primera votación.
Ya comenté como viví las de 1973, aunque siendo un niño de apenas 9 años. Pero en las primeras elecciones que debía haber votado, fue en las de 1983, cuando el retorno a la democracia después de la última dictadura militar.


Ya había cumplido los 18 años, tenía mi documento, pero había un pequeño problema: estaba bajo bandera.
Después de la traumática experiencia de seguir palmo a palmo el sorteo (comentado en otra entrada), el 25 de febrero de 1983 fui incorporado al Servicio Militar Obligatorio. Ese día, en un micro atestado de muchachones igual a mí, a los saltos, corridas y gritos; me llevaron hasta el Regimiento de Infantería de Montaña 11 “General Las Heras”, que tiene asiento en la localidad cordillerana de Tupungato.
Después de mil peripecias (que serán contadas a su debido tiempo), llegó el día 30 de octubre de 1983, día en que se producían las primeras elecciones después de muchos años en que las urnas estuvieron bien guardadas.
En las dependencias militares el ánimo no era el mejor, ya que sabían que se terminaba una época de bonanza para el sector. Y encima debían cumplir con el deber cívico de custodiar las elecciones, como se hiciera históricamente.
Así, desde varios días antes, comenzaron los preparativos. Yo estaba en el sector de Camiones, así que nos tocó preparar los vehículos que trasladarían a los soldados y que harían la logística dentro del Valle de Uco. Pero por otro lado había movimientos similares en toda la guarnición, ya que había que preparar al personal, su vestimenta, sus armas, etc.
Todo era de furioso movimiento en esos días.
Yo había accedido para ese entonces a un “cargo” dentro de la escala militar. Había sido designado “Dragoneante”, escalón más bajo de la jerarquía militar, pero el más alto al que se podía acceder siendo soldado.
Eso me confería algunas responsabilidades y funciones.
Pero cuando llegó el día de la designación de la gente que tendría a cargo el operativo, fui sorprendido con mi objetivo. Yo, el Dragoneante, el Cabo en Reserva Efectiva, el Fourriel del sector Movilidades, sería confinado tristemente al “Camioncito de la Basura”.
Sí, durante ese día me tocó manejar un pequeño Unimog (no recuerdo bien el modelo) con el cual recorrí dos veces el Regimiento entero y los Barrios de Suboficiales y Oficiales, recogiendo la basura junto con dos “milicos” que me dejaron a cargo.
Así transcurrí tristemente las horas históricas del 30/10/83. Así la Patria me premiaba por mi buen comportamiento y desempeño en el cumplimiento de mi Servicio Militar Obligatorio. Así pasaron indiferentes en mi vida, esas horas trascendentes de la historia de la Argentina.
Después mis compañeros me comentaban que el enorme plantón de horas y horas sin hacer nada no había sido una experiencia envidiable. Es más, algunos hubieran preferido ocupar mi lugar.
Solo a mí me molestaba la relación de “andar cargando basura” con las “horas gloriosas del triunfo de la Democracia”.

viernes, 26 de junio de 2009

Yo lo esperé a "El Tío" (1D).

Este domingo volvemos a votar y a pesar de todos los inconvenientes que nos presenta la democracia, es un buen ejercicio esto de elegir nuestros dirigentes. Ya aprenderemos.
Pero el recuerdo me traslada a las elecciones de 1973, las que fueran ganadas por Héctor “El Tío” Cámpora como preludio del regreso de Perón a la Argentina, después del exilio al que confinara a “El General” la Revolución Libertadora de 1955.
Cámpora visitó Mendoza en gira de campaña antes de esas elecciones. Y como cuando llegaba alguna figura reconocida a esta Provincia, repetíamos el ritual cholulo.



Las personalidades llegaban en avión a Mendoza, al aeropuerto El Plumerillo. El camino más directo y fácil en ese entonces para llegar al centro de la Ciudad era recorrer de norte a sur la Avenida General San Martín. Y en la intersección de esta Avenida con el Zanjón de Los Ciruelos, nosotros desplegábamos lo mejor de nuestra peor “tilinguería”.
Desde un par de horas antes a la llegada del famoso, comenzaba a reunirse gente en las veredas. Señoras, chicas, y muchos niños nos concentrábamos para compartir el ritual de “ver pasar” a la figura en cuestión. Y puedo asegurar que el tiempo que duraba esta espera era mucho.
Sandro, Palito Ortega y Don Héctor Cámpora fueron algunas de las personalidades que vi pasar raudamente por la esquina cercana a casa y donde, con mis amigos, compartimos la espera y la ansiedad.
Si bien esta gente no representaba mucho para mí o para mis amigos, el tema era participar de este evento barrial/social donde se congregaba un sinnúmero de personajes de los alrededores.
Por supuesto, en general no se veía nada. Por un lado la cantidad de gente y por otro la rapidez con que los autos que transportaban a los personajes pasaban delante nuestro, hacían casi imposible poder ver algo. Y seguro a todos les pasaba más o menos esto, pero siempre aparecían los que daban detalles de vestimenta, peinados o actitudes de los ídolos, vistos es esas centésimas de segundo.
Y el culto era compartido. Recuerdo que siempre había alguien con una radio a transistores pegada a la oreja que iba manteniendo actualizadas las coordenadas por donde circulaban las figuras en su camino hacia nosotros.
- Ya aterrizó el avión.
- El auto está saliendo del aeropuerto.
- Ya está sobre calle San Martín.
Recuerdo que para la llegada de Cámpora, yo conseguí un lugar de privilegio en la copa de una de las moreras que había frente al terreno baldío que se encontraba a sobre la vereda oeste de calle San Martín, a escasos 30 metros al sur de la intersección con Mosconi. La copa dejaba justo una buena zona libre hacia la calle, lo cual permitiría una excelente visibilidad a la hora de la pasada.
El tema es que el arribo de “El Tío” se demoró más de dos horas. Y yo estoicamente estuve sentado en la rama como un pajarraco todo el tiempo necesario para poder verlo pasar.
Y pasó. Tan raudamente que no quedan registros en mi memoria de la imagen del caudillo peronista saludando a la masa que vitoreaba su nombre a la vera del camino.
Eran épocas de retorno a la democracia. Y eso era bueno.

martes, 23 de junio de 2009

Sacala de la troya ! (1D)

Cuando se trataba de buscar medios para divertirse, nunca faltaron opciones. No puedo decir que me faltaron juegos y juguetes para divertirme y compartir con mis amigos de turno. Pero por suerte esa situación no eclipsó la eterna creatividad infantil para crear medios.
Hubo una época (creo que entre mis 9 y 10 años) en los que jugábamos en la calle al tejo. Este juego simple de destreza nos requería solo un espacio semiplano donde pudiéramos dibujar un círculo (la troya), un tarro chico (tipo leche x 800 g), unas piedras planas y de forma lo más circular posible que sirvieran de tejo y algún elemento de cambio que sirviera para establecer quién era el que ganaba.


No sé bien de quien fue la iniciativa, pero el elemento de cambio generalizado para este y otros juegos similares, en nuestro grupo fueron las etiquetas de cigarrillo.
Estamos hablando del papel impreso del paquete de cigarrillos común, el cual era abierto con sumo cuidado hasta dejarlo abierto como una pequeña hoja. Esta cuidadosa operación muchas veces se hacía con agua para evitar que la etiqueta se rompiera al despegar sus pliegues y luego se sometían al secado correspondiente. Así se obtenía una “marquilla” en condiciones de ser incorporada al juego.
La forma de tener más etiquetas se reducía entonces a dos opciones: ganarlas jugando al tejo; o consiguiéndolas entre los fumadores. Y como éstos eran acotados en el barrio, entonces salíamos a hacer excursiones de búsqueda por los alrededores.
Programábamos las salidas y nos íbamos en grupos de 4 o 5 chicos a recorrer las calles del barrio, sus veredas, sus acequias, sus jardines, sus paradas de colectivo; buscando incesantemente los paquetes de cigarrillos que habían sido desechados.
Esto hacía que anduviéramos cuadras y cuadras caminando, pasando tardes enteras en expediciones de búsqueda.
Así íbamos encontrando etiquetas de marcas como Jockey Club, L&M, Kent, Imparciales, Particulares, Fontanares, 43/70, Le Mans. Y nos poníamos como locos cuando encontrábamos alguna de Virginia Slim, Benson & Hedges, Camel, Lucky Strike o Dunhill. Por supuesto que nunca faltaba el que conseguía “las difíciles” o tenía amigos o parientes que traían de afuera algunos cigarrillos como Gitanes, Marlboro o Parisiennes.
Así, después de mucho caminar y de proceder cuidadosamente para dejar cada etiqueta derechita y como nueva, teníamos material para jugar y divertirnos horas enteras.
El juego entonces consistía en marcar una “troya” en el suelo (círculo de unos 40/50 cm de diámetro), colocar en el medio el tarro con las etiquetas encima, marcar una línea de lanzamiento a unos 5/7 metros y estaba todo listo para jugar. La cantidad de etiquetas variaba, pero en general poníamos unas 5 cada uno de los jugadores.
El objetivo era lanzar el tejo sin sobrepasar la línea, pegarle al tarro y hacer volar la mayor cantidad de etiquetas posibles fuera de la troya. Esas etiquetas quedaban en poder del afortunado tirador.
Así de simple y fácil. Así de barato en su concepción. Así compartíamos mucho tiempo entre amigos. Así fuimos unos pibes felices.

viernes, 19 de junio de 2009

Una canasta de pepinos (1D)

Las madres tienen características para el himno y el monumento, pero hay momentos en que uno no puede entender la facilidad que demuestran para meter la pata.
Una tarde mientras jugábamos a la pelota en el barrio, se acercaron por allá un par de muchachos que nos preguntaron si queríamos jugar en el “equipo de la unidad básica” en los Campeonatos Evita. Debe haber corrido el 1973/74 y la posibilidad de poder participar en un evento organizado y oficial, era toda una tentación.




Ante nuestra respuesta obviamente positiva, pasamos a la parte en que teníamos que convencer a los viejos de que nos dejaran participar y que nos firmaran las autorizaciones correspondientes.
Debo reconocer que hice gala de mi persuasión y pude conseguir el permiso para participar. También hay que decir, que mi viejo había participado de este tipo de eventos deportivos allá en su Italia natal y sabía que para muchos, como él, era la única manera de poder acceder a esta posibilidad.
Después de algunos entrenamientos en la plaza del barrio y en la “canchita de la Muni” (un descampado de tierra absoluta, sin una sola champa de pasto y con un par de arcos improvisados con rollizos de madera), quedaron conformados los dos equipos que representarían a la Unidad Básica en el Campeonato Evita.
Es fácil imaginar el grado de excitación y ansiedad que tenía mientras la hora del partido llegaba.
Un indicador al cual no presté mucha atención en ese momento, fue que quedé en el equipo donde estaban los más chicos y los que jugábamos peorcito. Hoy podría ser visto como un claro mensaje para quedarse en la casa y seguir trajinando la callecita de tierra pateando una pelota de goma. Pero en ese momento, uno solo pensaba en jugar.
Así llegó el día del partido y por primera vez pisé una cancha de futbol “en serio”. Ese domingo a las 10 de la mañana, hicimos el ingreso a la cancha del Club Gimnasia y Esgrima que está en el Parque General San Martín, para participar del acto de inauguración.
Era hermoso ver la cancha llena de chicos y pensar que en solo un ratito íbamos a ser protagonistas de un partido “de once” en una “cancha de verdad”.
Fueron dos partidos (el torneo era por doble eliminación) que me tuvieron de protagonista. Los resultados de los mismos hablan por las claras sobre nuestra actuación: 0-5 y 0-10. Esto me exime del triste análisis sobre nuestra participación deportiva.
Pero lo peor no había pasado.
Cuando llegué a casa el segundo domingo, después de haber sufrido 10 lacerantes gritos de gol de los rivales, después de haber quedado eliminado del Torneo y después de haberse roto la primera ilusión deportiva; fui recibido por mi mamá.
Cuando me preguntó con su candidez materna:
- … y cómo les fue ?
No tuve más remedio que contestarle:
- … perdimos 10 a 0.
Y ella con esa ingenuidad y desaprensión que la caracteriza lanzó la frase que hasta hoy es un recuerdo “Top Ten” de las historias infantiles familiares.
- Ah, les llenaron la canasta de pepinos !
El dolor y la amargura de entonces, que me llevaron a llorar un largo rato y a conmover a mi papá para que me viniera a consolar, hoy es una risueña anécdota que lejos de marcar traumáticamente mi destino (hoy cualquier psicólogo haría mucha plata en sesiones con esto), nos une en cada vez que lo rememoramos en una risa común que nos amalgama en la alegría.
No siempre lo malo es tan malo.

martes, 16 de junio de 2009

A cortar redes, chiquilín ! (1D)

La semana pasada tuve la suerte de presenciar como mi viejo Club de básquet volvía a salir campeón. San Martín le ganó la final a Atenas en una serie muy interesante.
Mientras veía a los jugadores festejar, volvía a sentir sobre la piel los colores de esa camiseta que fue la única que usé durante mi corta, pero intensa carrera deportiva activa.
Tuve la suerte de poder practicar un deporte. Y el destino me premió eligiendo el basquetbol para mí.


Debo agradecer a dos personas que lo hicieron técnicamente posible: por un lado a mi papá que autorizó la idea y además la financió. Y por otro lado a mi hermano que fue quien alimentó la idea, convenció a los viejos e hizo los contactos para que pudiera la cosa llegara a buen término.
El tenía un compañero en el Liceo (NS) que era jugador de Primera en el Club San Martín por aquellos años. A él le pidió que hablara con el Profe de Minibasquet para que me aceptara en el grupo.
Todo salió bien y allá por el 1975 me incorporé a los entrenamientos del Minibasquet de San Martín a las órdenes del Profe Fernández, un histórico entrenador de divisiones inferiores del Club.
Me acuerdo que fui a entrenar vestido con el mismo concepto escolar: impecable ropa blanca. Remera de algodón, pantalón corto, medias y zapatillas, blancos todos, ya que conformaban el uniforme de Educación Física escolar. Por entonces era condición sine qua non esa vestimenta y además era la única ropa de uso deportivo que tenía.
Las zapatillas eran unas eternas Flecha bajas blancas de lona, tipo de zapatilla que ya me venía acompañando desde hacía unos años para Gimnasia.
Pero al comenzar a exigirlas un poco en cuanto al uso de su suela (correr, frenar, cambiar de dirección), demostraron rápidamente que no era el calzado ideal.
Es fácil imaginar que fue todo un trámite hacerle entender a mis viejos que las zapatillas no me estaban dando el servicio necesario para comenzar a hacer un deporte un poco más en serio. Pero al final pudieron entender que la actividad requería una mejor calidad.
Así fuimos al centro con mi mamá y comenzó una investigación por las casas de deporte, ya que ninguno de los dos tenía experiencia en ese tipo de compra, y la publicidad no era tan agresiva y completa como lo es hoy.
Llegamos hasta Casa Bermúdez, una casa de deportes tradicional de Mendoza, propiedad de Don Paco Bermúdez, quien fuera uno de los maestros de boxeo que formara la “escuela mendocina” del box, entrenando a figuras de la talla de Nicolino Locche, Hugo Pastor Corro, “Cirujano” Ortiz y “Aconcagua” Ahumada entre otros.
Fue en Casa Bermúdez donde me calcé por primera vez unas zapatillas de básquet “en serio”. Eran unas botas Adidas de cuero blancas con las clásicas tres tiras negras. No eran livianas y el pase de las zapatilla baja a la alta no le fue sencillo a mis tobillos.
Pero fue muy lindo volver a casa con la caja grande donde venían las zapatillas que durante un par de años fueron mis fieles compañeras transitando muchas canchas, dobles, alegrías y emociones.
El deporte fue, sin dudas, una enorme usina de buenos momentos para mí.

viernes, 12 de junio de 2009

Es oficial ... Este es mi "Primer Recuerdo". (1D)

Embalado en este juego de recordar, me vino a la mente una pregunta: ¿Cuál es mi primer recuerdo? En un principio busqué y busqué en mi memoria, pero poco encontraba sobre mi primera infancia. Después creo que me resigné y voy a dejar esa preocupación para profesionales de las ciencias psicológicas.
Yo por lo pronto me voy a quedar con la imagen y el recuerdo que considero el más antiguo y a él lo voy a entronizar como mi “primer recuerdo”. El resto lo dejaremos para quién tenga que solucionar el problema, cuando esto se transforme realmente en un problema.
Yo hice el Jardín de Infantes, o el kínder (apócope surgida de la locución germana kindergerden) como le llamábamos entonces, en las Scuola Italiana XXI Aprile, cuando esa dependencia de la Escuela funcionaba en el edificio que posee el establecimiento en la calle Espejo al 600 (entre Chile y 25 de mayo) de la Ciudad de Mendoza.


Recuerdo que en ese entonces, a pesar de trabajar en la Casa de Gobierno, mi mamá era la encargada de llevarme todos los días. Como no teníamos coche, nuestro traslado natural a cualquier lado era por medio del colectivo (ómnibus).
Para llegar a la Escuela, teníamos que cruzar caminando la plaza Independencia, nuestra Plaza Mayor. Por entonces sus pisos estaban recubiertos por unos baldosones de dos tipos diferentes: unos solo de cemento y otros de pequeñas piedras de canto rodado cementadas a una base de igual tamaño que la anterior. Estos baldosones estaban colocados de manera irregular, lo que permitía imaginar distintos caminos, si uno decidía caminar sólo por un tipo de baldosón.
Así, el entretenimiento que día a día me ocupaba cuando me dirigía a la escuela de la mano de mi mamá, era el de tratar de cruzar toda la plaza pisando solo un tipo de baldosón. Era un desafío divertido y siempre cambiante que exigía de atención y saga. Posiblemente esto sea lo que produjo que se marcara tan claramente en mi memoria.
Después solo hice en la Scuola Italiana el Jardín y el primer grado. No sé a partir de cuándo, mi transporte comenzó a ser por medio de un Transporte Escolar, dado que mi madre debía seguir haciéndole frente a su responsabilidad laboral.
Pero a esas imágenes que guardo desde la perspectiva de primera persona, habría que agregarle a un morochito, de impecable guardapolvo cuadrillé, de pantalones cortitos y piernas flacas, de zapatones “GomiCuer” negros lustradísimos y una simpática canastita de mimbre en la mano donde el vaso plástico, la servilleta, la merienda de turno y la jabonera sonaban y se revolvían a cada salto. Así el cuadro sería más completo.
Como decía al principio, puesto a recordar, queda oficialmente designado como “Mi Primer Recuerdo”, mi divertido camino diario al kínder.
Y cual es tu primer recuerdo ? ...

martes, 9 de junio de 2009

406 ... 607 (2D).

- Número de documento … 406.
- Número de sorteo … 607.
Fue terrible, lapidario, demoledor.
Pocos jóvenes de 18 años no abrigaban la esperanza de que el sorteo lo beneficiara con un número tan bajo, que lo salvara de hacer el Servicio Militar Obligatorio. Yo era de los que rogaban por acceder a ese beneficio.


Pero la suerte, una vez más, no fue muy benévola conmigo.
Hace unos días, tuve que darle mi número de documento a una amiga y al repetir las últimas tres cifras, por esos mecanismos inexplicables de la memoria, recordé el momento en que por radio escuché el terrible número. 406 … 607.
Convengamos en establecer, que el contexto de la clase 1964 no era el mejor. La Argentina estaba en guerra con Inglaterra en Malvinas en ese 1982, año en que se realizó el sorteo. Las perspectivas no podían ser peores.
Yo estaba cursando el sexto año en el Liceo y ese día teníamos programado un examen de Enología. Y el sorteo era usualmente transmitido por la Red de Radiodifusoras del Estado.
En esa situación, fui al Colegio munido de una radio a transistores de un tamaño considerable, muy lejano a lo que hoy ha producido la tecnología en ese sentido. Estaba dispuesto a escuchar el sorteo, fuera cual fuera la decisión de mis profesores.
Creo que la desesperación que pudieron ver en mi rostro les produjo cierta compasión y me dejaron seguir con mi ocupación, a pesar del desarrollo normal de la clase.
Tenía anotados los números de documentos de varios compañeros y yo era el vocero oficial de la designación de números del sorteo. Fui el portador de buenas noticias para algunos y malas para otros. Incluso en alguna oportunidad me crucé hasta la otra división de sexto año a notificar a algún compañero.
406 … 607.
Los números que tocaban, determinaban no solo quien hacía o no el Servicio Militar, sino también dentro de que fuerza lo haría. Los rangos, aproximadamente eran: 800/900, Marina; 600/700, Ejército; 400/500 Aeronáutica. Y en ese mismo orden iba aminorando el peso de la desgracia: Marina era la muerte, Aeronáutica un mal menor. Pero por debajo del 400 las posibilidades de salvación crecían enormemente. Ese era el objetivo.
Por cumplir años en el mes de enero, no tuve que pedir prórroga ni hacer ningún trámite. Solo restaba esperar.
La profesora CB me preguntó si iba a rendir el examen, pero ante mi negativa y la consternación que transmitían mis palabras, prefirió no entrar en disputa.
406 … 607.
Como decía Queen, fue un “certero ataque al corazón”.
La tristeza, la desolación, el desconsuelo, la bronca, el odio; son sentimientos que pueden convivir en una persona, en un mismo momento. Lo puedo asegurar desde la experiencia personal.
La mueca fue elocuente, la desazón evidente. La profesora se me acercó y en un gesto que hoy valoro mucho a la distancia, me dijo que no me hiciera problema por el examen, que me lo tomaba en la próxima clase. Ella intentó alivianar el peso que mantuvo por un buen rato mi espalda arqueada y mi mirada clavada en el suelo. Nunca se lo agradecí como debía.
Después las cosas fueron volviendo a la normalidad, pero siempre quedó esa opresión rondando mi cabeza, hasta el fatídico 25 de febrero de 1983, en que me incorporé a la colimba.
El resto es otra historia.

viernes, 5 de junio de 2009

Cuando pase el temblor, Soda. (2D)

A principio de semana tuvimos un temblor de esos que asustan y que remueven con sus estremecimientos la memoria de los que llevamos varias experiencias de este tipo.
Es un clásico mendocino esto de contar nuestras anécdotas relativas a los distintos temblores. Porque oponernos a nuestro legado cultural.
Primero es una suerte que podamos contarlas, eso es un claro indicador de que sobrevivimos. Y segundo, los terremotos, son “hitos sismológicos” en la vida de quienes vivimos en estos lugares movedizos del mundo. Muchos hablamos de “eso fue antes del terremoto del ´85 …”, como una manera de referenciar temporalmente.
Otra “postal típica mendocina” es el de las vecinas que salen rápido a la calle cuando tiembla y se quedan allí un rato comentando lo sucedido, tratando de dejar pasar la momentánea y repentina claustrofobia que les agarra cuando se mueve el suelo.
Yo tengo tres de esos hitos en el historial: el terremoto de 1971 en Chile, que se sintió muy fuerte en Mendoza; el de 1977 en Caucete (San Juan), que fue mi primer gran temblor; y el de 1985, nuestro, autóctono de Mendoza.
El miércoles 23 de noviembre de 1977 a las 6 y 25 de la mañana, la cosa se puso brava y San Juan fue sacudido por un terremoto de grado 9 en la escala Mercalli, con epicentro en Caucete.
Yo todavía estaba durmiendo y con perspectivas de seguir haciéndolo, ya que técnicamente las clases habían terminado para mí. El Liceo Agrícola tenía una modalidad muy motivadora, que hacía que sus alumnos empezaran las clases siempre una semana antes que el resto de los colegios secundarios, pero que premiaba a aquellos que tenían todas sus materias aprobadas y al día con un mes de noviembre muy liviano y sin obligaciones de asistencia.
Yo era en ese momento uno de los beneficiados por ese régimen y por eso ya hacía varias mañanas que podía dormir hasta tarde, con la tranquilidad del deber escolar cumplido.
Mi mamá estaba alistándose para ir a su trabajo y mi papá ya se había ido al suyo.
Fue entonces cuando la tierra vibró.
Mi habitación tenía una ventana que daba al patio y mi cama estaba justo debajo de ella. Y para amortiguar el calor de las noches de verano mendocinas, esa ventana estaba abierta de par en par.
En esas circunstancias, todo pasa rapidísimo.
Escuché los gritos de mi mamá, comencé a despertarme, sentí el enorme movimiento de mi cama, salté por la ventana en un movimiento automático, casi felino y en un abrir y cerrar de ojos estaba en el medio del patio de casa, junto a mi mamá que sollozaba y rezaba, viendo como todo se movía de manera sobrenatural.
Todo pasa muy rápido, son solo segundos. Pero el momento parece eterno, que nunca termina de moverse. Y los ruidos y los gritos de los vecinos, poco ayudan para tratar de retomar la calma.
Pasó y volvió la calma. Pero el corazón sigue galopando un buen rato más.
Entonces, parado en el medio del patio, con solo mi pijama de verano (o sea, en calzoncillos), al lado de mi madre llorando y ante la magnificencia de la naturaleza cuando muestra su poder, me sentí inmensamente pequeño y más desnudo que nunca.
Después los cometarios, las anécdotas y la decisión de mi grupo de amigos del barrio de no dormir esa noche, previendo las inevitables réplicas de tal temblor.
Cuando estábamos tratando de mantenernos despiertos cerca de las dos de la mañana, decidimos que era inútil la vigilia y cada uno partió hacia su casa. No fue una noche fácil, porque el suelo siguió moviéndose en una seguidilla interminable de pequeños temblores.
Pero el sueño pudo más y durmiendo, la calma fue volviendo y nuestras vidas recuperaron lentamente su habitualidad.

lunes, 1 de junio de 2009

Capitales engrasadas (2D)

En el último viaje que hice en auto a Buenos Aires, pasé varios kilómetros escuchando un viejo disco (ahora en CD) que fue incluido en la selección final de música que nos acompañaría los 2.200 kilómetros que nos esperaban por delante.
El Vol. III de ADIÓS SUI GENERIS me llenó de sonidos, de canciones y de recuerdos. Escuché temas que no tenía identificados como de esa época, el caso de “Bubulina” y “Seminare”, que los tenía más asociados a “García y la máquina de hacer pájaros” y a “Serú Giran”.
Justamente al volver a mi memoria Serú, recordé el hecho de haber sido “La grasa de las capitales” el primer disco en serio que tuve.
Después de un raid que en algún momento comentaré, me hice un seguidor asiduo de la Revista “Pelo”. Esta revista, que había sido editada y dirigida por Ripoll desde 1970, era un material excelente para un adolescente ávido de conocer sobre esa extraña música que había venido a llenar de magia largas horas al lado del tocadiscos.
En el último número de 1979, en la encuesta de “Los mejores del año”, aparecía “La grasa…” como el mejor disco del año de Rock Nacional.


Eso, y la proximidad con la Navidad, hicieron que pensara en el disco como regalo de “Papá Noel” para mí.
Mi mamá al principio se negó a considerar al disco como una alternativa válida de regalo, porque ella prefería disfrazar de regalo las compras que indefectible debería hacer, como ropa, zapatillas, etc. Pero luego, vencida por la insistencia adolescente, accedió a comprarlo.
“La grasa…” incluía temas impresionantes que luego se transformarían en himnos del rock y en temas referenciales de una época. “La grasa de las capitales”, “Viernes 3 A.M.”, “Noche de perros”, “San Francisco y el lobo” y el increíble “Perro andaluz”, son temas que con el tiempo se quedaron instalados como íconos del movimiento rockero nacional.
Esa Navidad fue realmente diferente. Si bien la previa fue similar a la de todos los años (hablamos de menú especial, arreglo esmerado de la mesa, pan dulce, garrapiñadas, etc.) mis expectativas estaban puestas en tener a disposición definitivamente mi disco.
Yo había hecho la compra, en la vieja “Casa Galli” de calle San Martín, pero familiarmente cumplíamos los ritos y había que esperar a las 12 para abrir los regalos.
Después de los brindis entre nosotros tres (mi papá, mi mamá y yo), de salir a saludar a los vecinos del pasaje, de tirar unos cuantos petardos con los amigos del barrio, llegó la hora de escuchar mi disco.
En un par de horas, después que los acordes de “Los sobrevivientes” sonaran por cuarta vez, mis viejos decidieron irse a dormir. Saludos especiales y la pregunta de mi madre:
- ¿Vos te quedás? (clásico de las madres).
Después de eso, me quedé solo, tarde, acompañado por una media botella de sidra sobrante del brindis familiar y una media copa de clericó; escuchando casi en éxtasis la música de esos cuatro monstruos y tratando de seguir las letras de cada canción, que comenzaban a decirme cosas que nunca había escuchado.
Creo que en algún momento me dormí, porque también recuerdo el típico sonido de la púa rebotando contra el último surco interminable del vinilo.
Solo, tranquilo y trasnochado; apagué el tocadiscos, arreglé las últimas cosas que había usado y me fui a dormir.
Esa fue mi primera Navidad “de grande”.

viernes, 29 de mayo de 2009

Fulbito (1D)

El miércoles (27/05/09) acomodé mi agenda de tal forma que quedara libre el tiempo suficiente como para ver la final de la UEFA Champions League 2009. En el partido entre el Barcelona y el Manchester había un pibe argentino tratando de consolidar definitivamente su imagen estelar a nivel mundial. Lionel Messi enfrentaba a Cristiano Ronaldo en el duelo de “el mejor jugador del mundo”. Y el pibe sacó chapa para siempre.
Pensé: “la pucha, que rejunte de tipos multimillonarios por jugar a la pelota”. Sí, porque yo fui un pibe argentino que como tal conformó las estadísticas, enrolándome en el 98,7 % de los pibes varones argentinos que jugaron a la pelota. Es un sello indeleble que de manera orgullosa llevamos prendido al pecho del lado del corazón, justo donde para las fiestas patrias pichamos la escarapela. Esta es una de esas estadísticas en las que uno quiere estar del lado de la mayoría, despojándose de vanidad, narcisismo y pretensiones de originalidad.
Los primeros pasos en el noble deporte del balón los di junto a mis amigos del barrio, en la privilegiada situación de vivir en pasaje sin salida. Eso aseguraba la carencia casi absoluta de tránsito, conformando un escenario ideal para jugar a la pelota. Este hecho fue oportunamente boicoteado por la intolerancia de los vecinos y vecinas que marcaron el momento en que por nuestro crecimiento, los pelotazos comenzaron a ser insoportables en puertas, portones y ventanas.
La escuela era otro reducto natural para el desarrollo del balompié. Para el recreo cualquier objeto era bueno para jugar. Desde los más producidos, como pelotas de media traídas desde la casa por algún compañero, hasta piedras redondeadas en los casos más extremos.
Recuerdo haber jugado a la pelota en la escuela con: piedras de tamaños diversos, pedazos de block cerámico robado a golpes de alguna pared cercana, envases esféricos de un jugo de naranja intomable que vendían en el kiosco de la escuela, borradores (tanto de los tipo almohadilla como de los de paño con dorso de madera), bollos de papel (sobre todo de mapas) unidos con elastiquines (léase bandas elásticas), tapas de envases varios (plásticas y metálicas). Y también con alguna pelotita.
Los 10 minutos de recreo eran un período razonable para jugar de manera caótica y anárquica corriendo por el patio, sorteando niños más chicos que se interponían a nuestras carreras alocadas de punteros derechos endemoniados y maestras responsables que quería hacer del patio un lugar común para todos.
Muchas veces fuimos retados, sancionados y amenazados por insistir en nuestra práctica en los recreos, pero siempre hubo una nueva forma de hacerlo y eso nos mantenía expectantes.
Pero esa mañana primaveral la cosa se complicó. JNA era uno de los mejores y ya entonces manejaba algunos tiempos que los demás no podíamos. Entonces levantó la cabeza y lo vio a LG picar pegado a la raya derecha, la que iba junto al bebedero y al espacio de tierra pegado al alambrado, ese que las celadoras habían tratado mil veces de ponerle pasto.
LG salió despedido como una bala ante el pase en profundidad, cerca del arco que daba al paredón oeste del fondo de la escuela que custodiaba el siempre arquero SEM. El pequeño niño no lo vio y corrió tratando de alcanzar a un compañero con tanta mala suerte que se interpuso en la línea de avance de mi compañero.
Después de los 4 puntos que tuvieron que ponerle en la cabeza al chiquilín y del castigo que recibió LG cuando llegó a su casa con el guardapolvo embarrado y roto en varias partes, sobrevino uno de los lapsos más largos sin futbol en el patio del colegio.
Menos mal que un día pasó.

martes, 26 de mayo de 2009

El inicio de una historia

Hoy es un día especial para mí.
Hace bastante tiempo pensé que sería bueno contar mis experiencias de vida, hacerlas públicas, compartirlas.
Lo pensé desde la posición casi “granhermanística” de mostrar una historia simple, común, casi intrascendente; abierta a todos aquellos que quisieran mirarla, sin tratar de encontrar el pensamiento más profundo, la experiencia más conmovedora o el dato histórico revelador. Algo más cerca a esa inmensa marea de seres que conformamos el universo rutinario de la “gente común”.
Después de pensar y de abortar algunos intentos, decidí usar este formato, el blog, que no solo me da la oportunidad de escribir rápido y publicar instantáneamente, sino que además abre un espacio a todos aquellos que quieran compartir sus opiniones, comentarios y pensamientos.
Los contenidos que vayan siendo agregados no tendrán una secuencia cronológica ni temática. Responderán a recuerdos disparados por las cosas que me vayan pasando día a día y que sean dignos de ser posteados. No se va a poder encontrar una historia lineal, sino algo aleatorio y descontracturado. El único orden que va a comandar esta vorágine de historias será el de pertenencia a dos grupos definidos: 1ra. década (1964-1973) y 2da, década (1974-1983).
Se irá formando con el tiempo una base de recuerdos, anécdotas y pequeñas historias que me producen una gran alegría al evocarlas, a pesar de que su naturaleza no siempre sea alegre o divertida. Por eso quiero compartirlas.
Y como todos los recuerdos están afectados por las acciones del inconsciente que son capaces de seleccionar, eliminar y deformar hechos de la realidad de tal manera que pueden no mantener una estricta fidelidad histórica. Pero esos son mis recuerdos, así como serán presentados y no voy a tratar de contrastarlos buscando ajustarlos a la realidad. Así están en mi cabeza y así quiero compartirlos.
Como esta idea de “exposición pública” que significa publicar en la web no tiene por qué ser compartida por quienes se verán involucrados en algunas de las historias contadas, voy a mantener sus nombres en el anonimato, solo incorporando sus iniciales. Quedará abierta la posibilidad a quienes se reconozcan, de poder revelar su identidad y compartir “su” versión de los hechos.
Así también creo que habrá quienes se identifiquen con los sentimientos, con algún hecho en especial, con la época o con la similitud de experiencias, para quienes queda absolutamente abierto el camino para poder ingresar sus comentarios a cada posteo. Esto le daría un marco más amplio a cada recuerdo y lo transformaría en una experiencia común, mucho más interesante.
Comienza una nueva experiencia que avizoro como enriquecedora, divertida y nostálgica.
Por eso hoy es un día especial para mí.

Cesar.