viernes, 4 de febrero de 2011

Sabores y apurones

La transmisión cultural tiene millones de formas distintas. Mi papá nació en Italia en 1924 y recaló por estas tierras a principios de 1952. O sea, poseía tradiciones, costumbres y saberes muy relacionados a la península itálica.

Además de ser italiano, había desarrollado la mayor parte de su vida laboral inicial en la cocina. Esto hacía que tuviera conocimientos y tradiciones muy relacionadas a las comidas, los sabores y los ingredientes propios de la cocina mediterránea.

Así muchas de las anécdotas e historias que nos contaba cuando chicos y que constituían la herramienta más importante con la que contaba para transmitirnos su “cultura”, siempre remitían a los productos, ingredientes y comidas que formaron parte de su vida italiana.

Por eso en alguna oportunidad, y no sé resultado de qué casualidad, comenzó a decirnos:

- Tendrían que comer tal cosa.

- Qué bueno si pudieran probar tal otra.

- Si consigo, les voy a preparar esto o aquello.

Sus intenciones eran las de compartir con nosotros sus percepciones, aunque para él representaran mucho más que una comida, fueran el lazo con sus recuerdos y sus vivencias.

Y una vez que este deseo apareció, fue consecuente con él y comenzó a aprovechar las salidas “a cobrar” para hacer incursiones gastronómicas por distintos mercados y negocios, buscando aquellas cosas que quería que probáramos.

Así durante algunos años, recuerdo que cada mes aparecía con pequeñas bolsitas con productos que nos sorprenderían y nos ofrecerían momentos de placer.

En este momento se me vienen a la memoria el aceite de oliva extra virgen (su precio y nuestra condición económica no permitía que fuera un producto de consumo permanente), las almendras, las avellanas, las castañas, etc.

Para mí que por entonces rondaba los 7 u 8 años, eran verdaderos descubrimientos que además siempre estaban asimilados a historias y anécdotas de una lejana tierra que para mí pertenecía a otra galaxia.

Pero una de estas veces, llegó a casa con una bolsita de nylon que formaba un pequeño y largo tubo lleno de una fruta chiquita, oval, de intenso color anaranjado. Eran quinotos, fruta de poca propagación en las verdulerías del barrio y que tenía cierta fama de exótica.

Recuerdo que no fueron demasiado interesantes para mi mamá y mi hermano, y que papá solo probaba las cosas que traía para que nosotros pudiéramos aprovechar las escasas cantidades y disfrutar de estas “rarezas”.

Pero a mí sí me gustaron y dado que los demás no le hicieron mucha fiesta, entonces despacio, de a uno, durante la tarde y la tarde noche, fui vaciando la bolsa y disfrutando de esa frutita que era solo un bocado, con un toque ácido que me encantaba y la dulzura que me llenaba la boca.

Pero no medí las consecuencias.

Al otro día pasé una mañana en la escuela bastante normal, sin demasiadas señales de lo que estaba produciendo los quinotos en mi interior. Recién en la última hora, ya cerca del mediodía comencé a sentir algunas incomodidades, ruidos y sensaciones raras en mi estómago.

Lo que fue terrible, fue el regreso a casa. Tenía que caminar unas 7 cuadras para llegar, pero en la situación “de apuro” en la que me encontraba, parecieron 7 kilómetros. Los retorcijones empezaron a ser insoportables, cada vez más seguidos. Caminaba rápido para llegar a casa, pero cada tanto tenía que pararme y esperar que la catarata que sentía en mi interior se calmara.

Recuerdo que en la última cuadra tuve que pararme dos veces y en la última no pude aguantar las ganas de llorar y me empezaron a correr las lágrimas. Nunca había sentido tanta necesidad de ir al baño estando tan lejos de él.

Llegué y en un solo movimiento, entre a casa, tiré la maleta, me saqué el guardapolvo y entré al baño sin siquiera saludar a nadie.

Pasaron otros apurones, pero ese fue inolvidable.