viernes, 19 de junio de 2009

Una canasta de pepinos (1D)

Las madres tienen características para el himno y el monumento, pero hay momentos en que uno no puede entender la facilidad que demuestran para meter la pata.
Una tarde mientras jugábamos a la pelota en el barrio, se acercaron por allá un par de muchachos que nos preguntaron si queríamos jugar en el “equipo de la unidad básica” en los Campeonatos Evita. Debe haber corrido el 1973/74 y la posibilidad de poder participar en un evento organizado y oficial, era toda una tentación.




Ante nuestra respuesta obviamente positiva, pasamos a la parte en que teníamos que convencer a los viejos de que nos dejaran participar y que nos firmaran las autorizaciones correspondientes.
Debo reconocer que hice gala de mi persuasión y pude conseguir el permiso para participar. También hay que decir, que mi viejo había participado de este tipo de eventos deportivos allá en su Italia natal y sabía que para muchos, como él, era la única manera de poder acceder a esta posibilidad.
Después de algunos entrenamientos en la plaza del barrio y en la “canchita de la Muni” (un descampado de tierra absoluta, sin una sola champa de pasto y con un par de arcos improvisados con rollizos de madera), quedaron conformados los dos equipos que representarían a la Unidad Básica en el Campeonato Evita.
Es fácil imaginar el grado de excitación y ansiedad que tenía mientras la hora del partido llegaba.
Un indicador al cual no presté mucha atención en ese momento, fue que quedé en el equipo donde estaban los más chicos y los que jugábamos peorcito. Hoy podría ser visto como un claro mensaje para quedarse en la casa y seguir trajinando la callecita de tierra pateando una pelota de goma. Pero en ese momento, uno solo pensaba en jugar.
Así llegó el día del partido y por primera vez pisé una cancha de futbol “en serio”. Ese domingo a las 10 de la mañana, hicimos el ingreso a la cancha del Club Gimnasia y Esgrima que está en el Parque General San Martín, para participar del acto de inauguración.
Era hermoso ver la cancha llena de chicos y pensar que en solo un ratito íbamos a ser protagonistas de un partido “de once” en una “cancha de verdad”.
Fueron dos partidos (el torneo era por doble eliminación) que me tuvieron de protagonista. Los resultados de los mismos hablan por las claras sobre nuestra actuación: 0-5 y 0-10. Esto me exime del triste análisis sobre nuestra participación deportiva.
Pero lo peor no había pasado.
Cuando llegué a casa el segundo domingo, después de haber sufrido 10 lacerantes gritos de gol de los rivales, después de haber quedado eliminado del Torneo y después de haberse roto la primera ilusión deportiva; fui recibido por mi mamá.
Cuando me preguntó con su candidez materna:
- … y cómo les fue ?
No tuve más remedio que contestarle:
- … perdimos 10 a 0.
Y ella con esa ingenuidad y desaprensión que la caracteriza lanzó la frase que hasta hoy es un recuerdo “Top Ten” de las historias infantiles familiares.
- Ah, les llenaron la canasta de pepinos !
El dolor y la amargura de entonces, que me llevaron a llorar un largo rato y a conmover a mi papá para que me viniera a consolar, hoy es una risueña anécdota que lejos de marcar traumáticamente mi destino (hoy cualquier psicólogo haría mucha plata en sesiones con esto), nos une en cada vez que lo rememoramos en una risa común que nos amalgama en la alegría.
No siempre lo malo es tan malo.

martes, 16 de junio de 2009

A cortar redes, chiquilín ! (1D)

La semana pasada tuve la suerte de presenciar como mi viejo Club de básquet volvía a salir campeón. San Martín le ganó la final a Atenas en una serie muy interesante.
Mientras veía a los jugadores festejar, volvía a sentir sobre la piel los colores de esa camiseta que fue la única que usé durante mi corta, pero intensa carrera deportiva activa.
Tuve la suerte de poder practicar un deporte. Y el destino me premió eligiendo el basquetbol para mí.


Debo agradecer a dos personas que lo hicieron técnicamente posible: por un lado a mi papá que autorizó la idea y además la financió. Y por otro lado a mi hermano que fue quien alimentó la idea, convenció a los viejos e hizo los contactos para que pudiera la cosa llegara a buen término.
El tenía un compañero en el Liceo (NS) que era jugador de Primera en el Club San Martín por aquellos años. A él le pidió que hablara con el Profe de Minibasquet para que me aceptara en el grupo.
Todo salió bien y allá por el 1975 me incorporé a los entrenamientos del Minibasquet de San Martín a las órdenes del Profe Fernández, un histórico entrenador de divisiones inferiores del Club.
Me acuerdo que fui a entrenar vestido con el mismo concepto escolar: impecable ropa blanca. Remera de algodón, pantalón corto, medias y zapatillas, blancos todos, ya que conformaban el uniforme de Educación Física escolar. Por entonces era condición sine qua non esa vestimenta y además era la única ropa de uso deportivo que tenía.
Las zapatillas eran unas eternas Flecha bajas blancas de lona, tipo de zapatilla que ya me venía acompañando desde hacía unos años para Gimnasia.
Pero al comenzar a exigirlas un poco en cuanto al uso de su suela (correr, frenar, cambiar de dirección), demostraron rápidamente que no era el calzado ideal.
Es fácil imaginar que fue todo un trámite hacerle entender a mis viejos que las zapatillas no me estaban dando el servicio necesario para comenzar a hacer un deporte un poco más en serio. Pero al final pudieron entender que la actividad requería una mejor calidad.
Así fuimos al centro con mi mamá y comenzó una investigación por las casas de deporte, ya que ninguno de los dos tenía experiencia en ese tipo de compra, y la publicidad no era tan agresiva y completa como lo es hoy.
Llegamos hasta Casa Bermúdez, una casa de deportes tradicional de Mendoza, propiedad de Don Paco Bermúdez, quien fuera uno de los maestros de boxeo que formara la “escuela mendocina” del box, entrenando a figuras de la talla de Nicolino Locche, Hugo Pastor Corro, “Cirujano” Ortiz y “Aconcagua” Ahumada entre otros.
Fue en Casa Bermúdez donde me calcé por primera vez unas zapatillas de básquet “en serio”. Eran unas botas Adidas de cuero blancas con las clásicas tres tiras negras. No eran livianas y el pase de las zapatilla baja a la alta no le fue sencillo a mis tobillos.
Pero fue muy lindo volver a casa con la caja grande donde venían las zapatillas que durante un par de años fueron mis fieles compañeras transitando muchas canchas, dobles, alegrías y emociones.
El deporte fue, sin dudas, una enorme usina de buenos momentos para mí.