viernes, 10 de julio de 2009

Iniciación rock casera (1D)

No puedo negar que la música constituyó siempre una expresión muy cercana a mí y que en su entorno viví momentos muy lindos.
Como comenté en la nota anterior, el talento no me nutrió de muchas dotes musicales, pero sí de las mínimas como para poder entrometerme en el tema.
Como tantas otras actividades en las que incursioné, no tenía antecedentes familiares que crearan un medio ideal para que así fuera. Ni mis padres ni familiares cercanos tenían inclinaciones musicales, así que todo se fue dando solo por la casualidad o por esos extraños móviles internos que nos llevan a hacer cosas inusuales.
Los recuerdos familiares/musicales más antiguos pueden resumirse en tres hitos puntuales.
Cuando muy chico, en casa había un viejo (entonces) tocadiscos que solo andaba a 78 rpm y que no tenía sistema de amplificación propio. Por eso había que hacer una serie de extrañas conexiones para poder usar el sistema de la radio (otro viejo aparato) para poder corporizar el sonido. Esto lo hacía muy poco práctico y así las “sesiones de audición” se limitaban a unas pocas en meses.
En conjunto con ese aparato habían en casa unos pocos discos de pasta (nada de vinilo aún) de música clásica, algo de zarzuela y un par de tangos. Nada demasiado interesante.
También había una serie de raros discos simples de colores de música infantil. Ese era el material al cual me dejaban acceder sin restricciones.
Recuerdo a “Mambrú se fue a la guerra”, “El pirata Barba Roja”, y algo de “Tatín” (un personaje devenido de una marioneta manejada por un ventrílocuo, tipo “Chirolita”). Nada que fuera demasiado atractivo, pero era lo único que había.
El segundo hecho musical que se produjo en casa que marcara un hito importante, es cuando mi mamá decidió, contra la oposición de mi viejo, comprar el primer tocadiscos “moderno”. Se trataba de un aparato marca “Rexon”, que tenía tres posibilidades de velocidad: 33, 45 y 78 rpm. Además tenía un pivote central y un brazo que permitía la reproducción “automática” de varios de discos. Ya tenía incorporado el sistema de amplificación, lo cual hacía muy práctico su uso; y además salida para sumar parlantes externos.


El aparato apareció una tarde en casa, sin previo aviso y venía acompañado del disco “Sandro de América”, donde el Gitano desmarañaba las canciones top de la época. No era aleatorio que ese disco viniera en el mismo combo del tocadiscos, porque mi vieja era una admiradora incondicional de Sandro.


El último acontecimiento tuvo que ver con la misma línea de evolución tecnológica y con mi hermano.
Cuando cumplió sus 18 años, mis viejos le compraron un “Centro Musical” donde tenía bandeja giradiscos, radio y (creo) pasacassettes. Por supuesto la calidad del sonido y el volumen al que podía escucharse superaba ampliamente todo lo que había pasado por casa.
Como es de suponer su uso era absolutamente vedado para mí, pero por suerte mi hermano se ausentaba durante mucho tiempo de casa y eso me permitía apoderarme de la magia musical de entonces.
Junto a ese aparato que iba mejorando progresivamente la calidad con la que escuchaba música, empezaron a aparecer cosas realmente extrañas que fueron forjando mis futuros gustos musicales.
Entre los artistas que grababan aquellos discos “raros” que a los 10/11 años empecé a escuchar recuerdo a Lito Nebbia, Jetro Tull, Tom Fogerty, La Creedence Clearwater Revival y alguno más que no recuerdo. Realmente no sé si me gustaban, pero si lo escuchaba mi hermano que era 7 años más grande que yo, por algo sería.


Así el rock comenzó a metérseme en las venas.

martes, 7 de julio de 2009

Cero en talento, 10 en alegría.

El domingo se volvió a vivir una finalización de campeonato de AFA. Esta vez fue Velez Sarfield el que gritó “¡ Campeón !” y a pesar de no compartir el sentimiento futbolero con los muchachos de Liniers, sigue siendo un hecho especial en la vida de “la patria futbolera”.
Para los que alguna vez hicimos un deporte, sabemos todo lo que significa ganar un campeonato. Cualquiera sea, de cualquier categoría, de cualquier disciplina, de cualquier magnitud. Cuando uno compite, quiere ganar. Y cuando uno es el número uno, poco importa el primero de qué.
Nunca tuve la suerte de jugar al futbol en un equipo campeón. Realmente tuve muy pocas oportunidades de jugar en un equipo. O tuve pocas oportunidades de jugar. O pocas oportunidades.
Pero en el barrio, en la escuela y en el club; el futbol era una actividad casi obligatoria para los chicos.
Y en los alrededores de la Plaza Irigoyen (Ciudad, Mendoza) todos teníamos una ilusión: jugar en el equipo del “Junior”.
Nunca supe el verdadero nombre de “el Junior”, pero era un muchacho del barrio que se dedicó a organizar actividades futbolísticas en la zona, que luego se recibió de Profesor de Educación Física y no hace mucho supe de su excelente trabajo en las inferiores del Club Godoy Cruz Antonio Tomba, indudable referente del futbol mendocino en la actualidad.
“El Junior” tenía claros objetivos competitivos. No sumaba a sus equipos pibes porque sí. Solo lo hacía si veía en ese purrete un potencial buen jugador.
Por eso, cuando los ojos de Junior se posaban sobre uno, era un certificado de futuro, una señal positiva para aquel que quería jugar al futbol en serio. De la misma manera, cuando bajaba el dedo, eso te condenaba al fulbito de barrio, a un porvenir de cabotaje.
Yo comentaba con mis viejos hace unos días, que fui dotado por la naturaleza por una amplia cantidad de “talentos básicos”. Esto me permitió (y me permite) poder desarrollar muchas actividades deportivas, artísticas e intelectuales con buen nivel. Pero así como la gama es amplia en extensión, es muy poco profunda. O sea, a la hora de “pasar de nivel” cuando el requerimiento es mayor, empiezo a hacer agua.
En el futbol me pasó lo mismo.
Jugué muchos años, entre los pibes nunca quedaba al final cuando los equipos se armaban a partir de la elección de un par de “buenos”. Fui capitán del equipo de 5to. Grado en las escuela, participé de un sinnúmero de torneos pequeños, armé equipos, usé el futbol como actividad aglutinante en los entornos laborales.
Pero a la hora de jugar con un poco más de nivel, empezaban los problemas.
Y como es de imaginar, “el Junior” nunca me convocó.
Posiblemente me haya dolido en algún momento no poder seguir jugando con mis compañeros y amigos y perder la oportunidad de compartir esos momentos con ellos. Y también debo haber pensado que se trataba de una injusticia, lo cual sería muy natural.
Lo cierto es que eso fue también un “empujoncito” para inclinarme por el basquetbol, donde la situación no difirió mucho, pero donde tuve la oportunidad de vivir los mejores momentos de mi vida juvenil y deportiva.
No hay mal que por bien no venga.