viernes, 3 de julio de 2009

Con mi viejo en trole (1D)

Ayer subí a uno de los trole nuevos (¿nuevos?) que circulan por la Ciudad de Mendoza y me llamó la atención la expresión de una nena de unos 7 años que subió con su mamá.
- ¡ Qué raro este micro, nunca subí a uno así !
Y por supuesto hizo lo que hace cualquier niño: sentarse en el asiento que se respalda sobre la ventanilla. En realidad eso es lo verdaderamente raro que tiene el trole en relación al colectivo.
Recordé que cuando yo era niño los troles de esa época también tenían ese tipo de asiento. Ibas sentado de costado al sentido de marcha, en unos asientos tapizados de verde. Y por supuesto eran los favoritos sin ninguna duda.


Pero en mi caso no era un transporte comúnmente usado para los traslados normales al centro, los que constituían el 90 % de mis desplazamientos en transporte público. Por eso constituía parte de toda una situación que configura un recuerdo muy lindo.
Cuando usábamos el trole, era porque iba a acompañar a mi papá a cobrar. Era una salida poco común y muy entretenida.
Mi viejo trabajaba en el Ferrocarril General Belgrano y durante una época su sueldo se lo pagaban en el “Coche Pagador”. Era un vagón que recorría las líneas ferroviarias, llevando los sueldos del personal a las distintas localidades. En el caso de mi papá, le tocaba cobrar en la Estación del Estado, que todavía está ubicada en la esquina de las calles Godoy Cruz y Mitre de San José, Guaymallén.
Por eso cuando mi viejo me decía: - ¿ Querés ir conmigo mañana a cobrar ?, era toda una fiesta.
Salíamos los dos solos, después que mi mamá arreglaba todos los detalles para que saliera arreglado/limpio/peinado/abrigado/etc., típica preocupación de madre. Nos íbamos hasta el centro y ahí, frente a la plaza San Martín por calle Gutiérrez, tomábamos el trole.
Su andar medio lento, el ruido tan diferente a los motores de explosión de los colectivos y el raro zumbido al andar, transformaban al trole en una máquina rara y muy entretenida para andar.
El viaje, como a todo niño, me parecía larguísimo, era todo “un viaje”.
Cuando llegábamos, nos metíamos en la estación y hacíamos la cola correspondiente, que nunca era demasiado larga. Papá subía a una pequeña plataforma que lo ponía a la altura de la ventanilla desde la cual un señor le pagaba. Y creo que la persona que hacía esa tarea era siempre la misma, porque recuerdo que siempre se entablaba un pequeño pero animado diálogo entre ellos, más allá del saludo formal.
Después de eso, algunas veces nos cruzábamos a la placita que está enfrente de la estación y ahí jugaba un rato en sus juegos infantiles.
Mi viejo controlaba, participaba poco, pero se notaba feliz y contento.
¿ Qué épocas, no ? Nunca lo vi a mi padre paranoico por tener todo su sueldo en el bolsillo y estar sentado en una plaza. Ni lo vi esconder el dinero en lugares poco accesibles de su ropa. Hoy eso sería casi suicida.
El viaje de vuelta era tan lindo como el de ida y muchas veces, “ligaba” algún pequeño obsequio, una golosina o algún juguete.
Y lo mejor es que que hoy andar en trole, todavía me trae esas reminiscencias.


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