viernes, 31 de julio de 2009

Baldío y zanjón, un solo corazón (1D)

Baldío y zanjón son dos “accidentes geográficos” urbanos que despiertan más rechazo que simpatía.
Los terrenos baldíos, esos donde nadie ha decidido construir aún, son lugares inofensivos por naturaleza propia. Es el mal uso de la gente lo que les confiere su mala fama. Depósito de basura, lugar de resguardo de delincuentes, etc., han desdibujado su pasividad convirtiéndolos en lugares desagradables con los cuales convivir.
Los zanjones, son protagonistas de nuestro ancestral sistema de riego, parte fundamental de la vida vegetal y animal de esta desértica región del país. Pero también es un resumidero de mugre urbana, paso de aguas dudosas y foco de infección.

Nací y me crié con un baldío al fondo de mi casa y un zanjón a escasos 50 metros. Es por eso que para mí representan otra cosa. Eran lugares inusuales donde se podían desplegar juegos, actividades creativas y esconderse de la mirada vigilante de los mayores.
El baldío que se encontraba en la vereda oeste de la calle 9 de julio, a escasos 20 metros de Avenida Mosconi, era recurrentemente refugio de nuestras andanzas. Y me expreso en primera persona del plural, porque durante todas esas tropelías estaba escoltado por el grupete de niños del barrio con el cual compartía mis horas de juego, ocio y amistad.
Las actividades que desarrollábamos allí eran diversas, porque la configuración del entorno también cambiaba. En algunos momentos era un espeso matorral de yuyos, en otro un gredal liviano y etéreo, en otros depósito de escombros furtivos, en otros lugar de guarda de desguaces municipales.
Pero para nosotros siempre era un buen lugar para jugar.
En muchas ocasiones tuvimos que trabajar arduamente para conseguir que se transformara en una digna canchita de futbol. Había que despejar y quemar yuyos, emparejar el piso, colocar palos como arcos, marcar líneas y encalarlas. Es más, en una oportunidad estuvimos varios días haciendo un pozo porque teníamos el sueño de que el equipo “apareciera desde el túnel”.
Muchas tardes trajinamos esa cancha jugando a la pelota, ya fuera entre nosotros o invitando a otros equipos del vecindario. También alguna vez salimos y vimos salir corriendo a algunos “jugadores” que habían participado de alguna riña deportiva.
Como es de suponer, en ese predio no había ni la más mínima mancha verde. Nunca había crecido un poco de pasto y nuestro uso impedía que la naturaleza actuara aún de forma errónea en ese sentido.
El piso era de tierra pura, pero empeorado por una acumulación arcillosa que formaba un polvillo permanente de muy fácil elevación. Producto de los desagües pluviales de las casas adyacentes, la greda que cubría el piso formaba densas polvaredas en cuanto comenzábamos a correr. Pero eso no era lo peor.
El intenso juego físico que desplegábamos nos hacía transpirar bastante y es fácil imaginarse la combinación que hacía nuestra ropa húmeda, el polvo arcilloso flotando y algún que otro revolcón propio del juego. Nuestras madres aún lo recuerdan con fastidio.
Hubo una época que el eterno arquero de nuestro equipo, RR, quiso despegarse del karma que lo unía a los tres palos. RR era arquero no por ser el peor o por ser el “gordito”. No. En este caso era el arquero porque era muy bueno atajando. Así de simple.
Entonces yo intenté tomar la posta y me arriesgué a someterme al paredón que significa ser arquero. No solo mi intento fue un fracaso, sino que además dejé mucha de mi ropa en condiciones lastimosas, lo que me valió más de un reto materno.
Pero les aseguro que era divertido.

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