viernes, 29 de mayo de 2009

Fulbito (1D)

El miércoles (27/05/09) acomodé mi agenda de tal forma que quedara libre el tiempo suficiente como para ver la final de la UEFA Champions League 2009. En el partido entre el Barcelona y el Manchester había un pibe argentino tratando de consolidar definitivamente su imagen estelar a nivel mundial. Lionel Messi enfrentaba a Cristiano Ronaldo en el duelo de “el mejor jugador del mundo”. Y el pibe sacó chapa para siempre.
Pensé: “la pucha, que rejunte de tipos multimillonarios por jugar a la pelota”. Sí, porque yo fui un pibe argentino que como tal conformó las estadísticas, enrolándome en el 98,7 % de los pibes varones argentinos que jugaron a la pelota. Es un sello indeleble que de manera orgullosa llevamos prendido al pecho del lado del corazón, justo donde para las fiestas patrias pichamos la escarapela. Esta es una de esas estadísticas en las que uno quiere estar del lado de la mayoría, despojándose de vanidad, narcisismo y pretensiones de originalidad.
Los primeros pasos en el noble deporte del balón los di junto a mis amigos del barrio, en la privilegiada situación de vivir en pasaje sin salida. Eso aseguraba la carencia casi absoluta de tránsito, conformando un escenario ideal para jugar a la pelota. Este hecho fue oportunamente boicoteado por la intolerancia de los vecinos y vecinas que marcaron el momento en que por nuestro crecimiento, los pelotazos comenzaron a ser insoportables en puertas, portones y ventanas.
La escuela era otro reducto natural para el desarrollo del balompié. Para el recreo cualquier objeto era bueno para jugar. Desde los más producidos, como pelotas de media traídas desde la casa por algún compañero, hasta piedras redondeadas en los casos más extremos.
Recuerdo haber jugado a la pelota en la escuela con: piedras de tamaños diversos, pedazos de block cerámico robado a golpes de alguna pared cercana, envases esféricos de un jugo de naranja intomable que vendían en el kiosco de la escuela, borradores (tanto de los tipo almohadilla como de los de paño con dorso de madera), bollos de papel (sobre todo de mapas) unidos con elastiquines (léase bandas elásticas), tapas de envases varios (plásticas y metálicas). Y también con alguna pelotita.
Los 10 minutos de recreo eran un período razonable para jugar de manera caótica y anárquica corriendo por el patio, sorteando niños más chicos que se interponían a nuestras carreras alocadas de punteros derechos endemoniados y maestras responsables que quería hacer del patio un lugar común para todos.
Muchas veces fuimos retados, sancionados y amenazados por insistir en nuestra práctica en los recreos, pero siempre hubo una nueva forma de hacerlo y eso nos mantenía expectantes.
Pero esa mañana primaveral la cosa se complicó. JNA era uno de los mejores y ya entonces manejaba algunos tiempos que los demás no podíamos. Entonces levantó la cabeza y lo vio a LG picar pegado a la raya derecha, la que iba junto al bebedero y al espacio de tierra pegado al alambrado, ese que las celadoras habían tratado mil veces de ponerle pasto.
LG salió despedido como una bala ante el pase en profundidad, cerca del arco que daba al paredón oeste del fondo de la escuela que custodiaba el siempre arquero SEM. El pequeño niño no lo vio y corrió tratando de alcanzar a un compañero con tanta mala suerte que se interpuso en la línea de avance de mi compañero.
Después de los 4 puntos que tuvieron que ponerle en la cabeza al chiquilín y del castigo que recibió LG cuando llegó a su casa con el guardapolvo embarrado y roto en varias partes, sobrevino uno de los lapsos más largos sin futbol en el patio del colegio.
Menos mal que un día pasó.

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