viernes, 5 de junio de 2009

Cuando pase el temblor, Soda. (2D)

A principio de semana tuvimos un temblor de esos que asustan y que remueven con sus estremecimientos la memoria de los que llevamos varias experiencias de este tipo.
Es un clásico mendocino esto de contar nuestras anécdotas relativas a los distintos temblores. Porque oponernos a nuestro legado cultural.
Primero es una suerte que podamos contarlas, eso es un claro indicador de que sobrevivimos. Y segundo, los terremotos, son “hitos sismológicos” en la vida de quienes vivimos en estos lugares movedizos del mundo. Muchos hablamos de “eso fue antes del terremoto del ´85 …”, como una manera de referenciar temporalmente.
Otra “postal típica mendocina” es el de las vecinas que salen rápido a la calle cuando tiembla y se quedan allí un rato comentando lo sucedido, tratando de dejar pasar la momentánea y repentina claustrofobia que les agarra cuando se mueve el suelo.
Yo tengo tres de esos hitos en el historial: el terremoto de 1971 en Chile, que se sintió muy fuerte en Mendoza; el de 1977 en Caucete (San Juan), que fue mi primer gran temblor; y el de 1985, nuestro, autóctono de Mendoza.
El miércoles 23 de noviembre de 1977 a las 6 y 25 de la mañana, la cosa se puso brava y San Juan fue sacudido por un terremoto de grado 9 en la escala Mercalli, con epicentro en Caucete.
Yo todavía estaba durmiendo y con perspectivas de seguir haciéndolo, ya que técnicamente las clases habían terminado para mí. El Liceo Agrícola tenía una modalidad muy motivadora, que hacía que sus alumnos empezaran las clases siempre una semana antes que el resto de los colegios secundarios, pero que premiaba a aquellos que tenían todas sus materias aprobadas y al día con un mes de noviembre muy liviano y sin obligaciones de asistencia.
Yo era en ese momento uno de los beneficiados por ese régimen y por eso ya hacía varias mañanas que podía dormir hasta tarde, con la tranquilidad del deber escolar cumplido.
Mi mamá estaba alistándose para ir a su trabajo y mi papá ya se había ido al suyo.
Fue entonces cuando la tierra vibró.
Mi habitación tenía una ventana que daba al patio y mi cama estaba justo debajo de ella. Y para amortiguar el calor de las noches de verano mendocinas, esa ventana estaba abierta de par en par.
En esas circunstancias, todo pasa rapidísimo.
Escuché los gritos de mi mamá, comencé a despertarme, sentí el enorme movimiento de mi cama, salté por la ventana en un movimiento automático, casi felino y en un abrir y cerrar de ojos estaba en el medio del patio de casa, junto a mi mamá que sollozaba y rezaba, viendo como todo se movía de manera sobrenatural.
Todo pasa muy rápido, son solo segundos. Pero el momento parece eterno, que nunca termina de moverse. Y los ruidos y los gritos de los vecinos, poco ayudan para tratar de retomar la calma.
Pasó y volvió la calma. Pero el corazón sigue galopando un buen rato más.
Entonces, parado en el medio del patio, con solo mi pijama de verano (o sea, en calzoncillos), al lado de mi madre llorando y ante la magnificencia de la naturaleza cuando muestra su poder, me sentí inmensamente pequeño y más desnudo que nunca.
Después los cometarios, las anécdotas y la decisión de mi grupo de amigos del barrio de no dormir esa noche, previendo las inevitables réplicas de tal temblor.
Cuando estábamos tratando de mantenernos despiertos cerca de las dos de la mañana, decidimos que era inútil la vigilia y cada uno partió hacia su casa. No fue una noche fácil, porque el suelo siguió moviéndose en una seguidilla interminable de pequeños temblores.
Pero el sueño pudo más y durmiendo, la calma fue volviendo y nuestras vidas recuperaron lentamente su habitualidad.

lunes, 1 de junio de 2009

Capitales engrasadas (2D)

En el último viaje que hice en auto a Buenos Aires, pasé varios kilómetros escuchando un viejo disco (ahora en CD) que fue incluido en la selección final de música que nos acompañaría los 2.200 kilómetros que nos esperaban por delante.
El Vol. III de ADIÓS SUI GENERIS me llenó de sonidos, de canciones y de recuerdos. Escuché temas que no tenía identificados como de esa época, el caso de “Bubulina” y “Seminare”, que los tenía más asociados a “García y la máquina de hacer pájaros” y a “Serú Giran”.
Justamente al volver a mi memoria Serú, recordé el hecho de haber sido “La grasa de las capitales” el primer disco en serio que tuve.
Después de un raid que en algún momento comentaré, me hice un seguidor asiduo de la Revista “Pelo”. Esta revista, que había sido editada y dirigida por Ripoll desde 1970, era un material excelente para un adolescente ávido de conocer sobre esa extraña música que había venido a llenar de magia largas horas al lado del tocadiscos.
En el último número de 1979, en la encuesta de “Los mejores del año”, aparecía “La grasa…” como el mejor disco del año de Rock Nacional.


Eso, y la proximidad con la Navidad, hicieron que pensara en el disco como regalo de “Papá Noel” para mí.
Mi mamá al principio se negó a considerar al disco como una alternativa válida de regalo, porque ella prefería disfrazar de regalo las compras que indefectible debería hacer, como ropa, zapatillas, etc. Pero luego, vencida por la insistencia adolescente, accedió a comprarlo.
“La grasa…” incluía temas impresionantes que luego se transformarían en himnos del rock y en temas referenciales de una época. “La grasa de las capitales”, “Viernes 3 A.M.”, “Noche de perros”, “San Francisco y el lobo” y el increíble “Perro andaluz”, son temas que con el tiempo se quedaron instalados como íconos del movimiento rockero nacional.
Esa Navidad fue realmente diferente. Si bien la previa fue similar a la de todos los años (hablamos de menú especial, arreglo esmerado de la mesa, pan dulce, garrapiñadas, etc.) mis expectativas estaban puestas en tener a disposición definitivamente mi disco.
Yo había hecho la compra, en la vieja “Casa Galli” de calle San Martín, pero familiarmente cumplíamos los ritos y había que esperar a las 12 para abrir los regalos.
Después de los brindis entre nosotros tres (mi papá, mi mamá y yo), de salir a saludar a los vecinos del pasaje, de tirar unos cuantos petardos con los amigos del barrio, llegó la hora de escuchar mi disco.
En un par de horas, después que los acordes de “Los sobrevivientes” sonaran por cuarta vez, mis viejos decidieron irse a dormir. Saludos especiales y la pregunta de mi madre:
- ¿Vos te quedás? (clásico de las madres).
Después de eso, me quedé solo, tarde, acompañado por una media botella de sidra sobrante del brindis familiar y una media copa de clericó; escuchando casi en éxtasis la música de esos cuatro monstruos y tratando de seguir las letras de cada canción, que comenzaban a decirme cosas que nunca había escuchado.
Creo que en algún momento me dormí, porque también recuerdo el típico sonido de la púa rebotando contra el último surco interminable del vinilo.
Solo, tranquilo y trasnochado; apagué el tocadiscos, arreglé las últimas cosas que había usado y me fui a dormir.
Esa fue mi primera Navidad “de grande”.